Dar la vida por los amigos
“No hay amor más grande que aquel que consiste en dar su propia vida por los amigos. Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que os prescribo. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; os llamo amigos porque todo lo que oí de mi padre os lo he dado a conocer”. (Juan XV, 13-15).
Amar al prójimo como a sí mismo precisa aquí Jesús, consiste en darle su propia vida. ¿Qué es nuestra vida, sino nuestros pensamientos, sentimientos, nuestro cuerpo material? Hemos de ir al otro y decirle: toma lo que quieras de mí, lo que te apetezca. Aquí está mi vida para que la utilices y saques de ella provecho.
Un padre ofrece protección; una madre ofrece su sustancia material para que edifiquemos con ella nuestro habitáculo físico; el enamorado ofrece sentimientos; el cónyuge nos ofrece el espejo en el que poder contemplar el rostro que no vemos en nosotros mismos. El amigo ofrece todas estas cosas juntas.
En el Zodiaco, Acuario es el signo que rige la amistad, mientras Virgo es el signo del servicio, el doceavo en el zodiaco constituyente, el que se contempla por Elementos. Por ello los astrólogos dicen que la Casa VI es la del servicio y del abandono de lo que se posee, tanto en sentimientos como en pensamientos o en posesiones materiales, porque es el último. Pero si tomamos Virgo como punto de partida, veremos que Acuario, en el zodiaco constituido, es el signo que hace seis, pudiendo así decirse que Acuario representa el servicio del servicio, o sea la quinta esencia del servicio, que consiste en dar su vida y, entendámoslo bien, dar su vida no significa morir por el amigo en un sentido material, ya que nada puede hacer el amigo con nuestro cadáver en los brazos. Dar la vida significa darla mientras estamos vivos, para que sea utilizada según las necesidades del amigo.
En esa hora final, Jesús ha dado a sus discípulos su vida, esa vida que cuatro de ellos han relatado. Repasándola, reviviéndola, meditando cada una de sus secuencias como estamos haciendo nosotros, aparece la sabiduría que esa vida encierra, y bebiendo en esa fuente, el alma se purifica y todos cuantos se acercan a ella se ven transmutados. Nosotros somos los amigos de Cristo, no sus siervos. Siervos son los que siguen sus mandatos sin saber porque lo manda así, obedeciendo sin preguntarse la razón que pueda tener el Señor para mandar esto o aquello.
Cristo nos ha dejado su vida para que desentrañemos de ella las perlas que contiene y para que encontremos esa purificación, sin la cual no se puede entrar en el Reino. Obligación nuestra es dar a los demás esa vida, que es ahora nuestra vida, para hacer de los seres humanos amigos de Cristo y no simples siervos que no comprenden los mandatos de su amo.
Ya no os llamo siervos, dice Jesús, y en su manera de expresarse va implícito que esta era la forma de relación existente antes de llegar a este momento. Por consiguiente, antes de ser los amigos de Cristo -los que comparten con él “lo que ha oído del Padre«- tendremos que obedecerle sin saber lo que hace nuestro Señor.
La condición de siervo es inferior a la de amigo, pero ser siervo, o sea el servicio, es la puerta que conduce a la amistad. Y si la amistad supone compartir un conocimiento, supone recibir integralmente la vida que el otro nos da, interiorizándola en nosotros, la condición previa para que esto sea posible, es la de servir. Servir a un Señor, a una causa, a una idea, ha de llevarnos a la comprensión de dicha causa, ha de llevarnos a ser nosotros mismos aquello, a recibir la vida que esa idea o esa causa contienen.
Esto que nos dice Jesús podemos aplicarlo a todas las situaciones de la vida. Aquello que servimos, lo tendremos un día en propiedad, formando parte consubstancial de nuestra existencia. A menudo servimos intereses que están por debajo nuestro, servimos a Mamón, como diría Jesús en su Sermón de la Montaña, aunque al mismo tiempo pretendamos servir a Dios y ese servicio nos lleva a entablar amistad con el Mem-Mem-Vav-Noun (Mamón), o sea con el mundo material y poseemos las riquezas, nos vinculamos a ellas y nos convertimos nosotros mismo en riqueza material con toda la connotación perecedera que pueda tener esa expresión. Servir los intereses materiales nos conduce pues a ser nosotros mismos valores materiales, a ser moneda de intercambio, zarandeados al azar de las transacciones de acá para allá.
En cambio, quien reconoce lo superior, aún sin entenderlo, quien al oír la Voz de lo Eterno, como hiciera Abraham, se moviliza para sacrificarlo todo a esa fuerza que lo sobrepasa y lo transciende, diciendo: “Yo no entiendo, Señor, tu designio, pero pongo en juego todos mis recursos humanos para acatarlo”, ese recibirá en propiedad todo el contenido, toda la vida de aquello superior que ha acatado.
Jesús ha estado criando a sus discípulos, y en este punto, terminada la crianza, los eleva a la categoría de amigos, al darles todo lo que él había oído del Padre. El próximo paso consiste en convertir al amigo en hermano, es decir, en aquel que hace lo que nosotros hacemos, que se comporta como nosotros nos comportamos. Más tarde, por sus hechos, los apóstoles recibirían el título de Hermanos de Cristo.
En el próximo capítulo hablaré de: yo os elegí
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