Creer en el enviado
«Vosotros no habéis oído jamás su voz (la del Padre), ni habéis visto su semblante, ni tenéis su palabra en vosotros, porque no habéis creído en aquel que Él ha enviado. Escudriñad las Escrituras, ya que en ellas creéis tener la vida eterna, y ellas son las que dan testimonio de mí ¡Y no queréis venir a mí para tener la vida!». (Juan V, 37-40).
En el esquema de el Árbol vemos que el centro llamado Padre o Kether se comunica con otros tres centros: Hochmah, Binah y Tiphereth, en los cuales se puede, por lo tanto, oír su voz y ver su semblante. Pero nosotros, situados en Malkuth, no tenemos acceso directo ni a Hochmah ni a Binah. El centro más próximo para oír la voz del Padre es Tiphereth, el Hijo que el Padre ha enviado al mundo de abajo para salvarlo.
Por la izquierda circula ciertamente la voz del Padre y se difunde su semblante, pero al bajar esta voz de Binah y pasar por las aduanas de Gueburah y Hod, la palabra primigenia ya no es la misma: llega a Yesod adulterada. Lo que sabemos del Padre por la vía de la izquierda no nos permite establecer el mundo que el Padre, por la naturaleza de su esencia, hace posible. La voz del Padre que nos viene por la izquierda nos impulsa a construir objetos, esperando de ellos la plenitud y la felicidad. Esa voz nos lleva a querer experimentar para poder avanzar y conseguir los objetivos.
También la voz que corre por la derecha se desnaturaliza al pasar de Hochmah a Hesed y a Netzah. Para escuchar la voz del Padre y contemplar su semblante verdadero, debemos situarnos en Tiphereth y buscarlo.
Buscarlo, porque no se encuentra automáticamente con la mera identificación con Tiphereth. Expliquemos este punto con más detalle. Tiphereth representa, en cada uno de nosotros, la conciencia. Pero esa conciencia es algo que se está haciendo y que recibe el testimonio de todos los centros de vida, tal como hemos visto en un punto anterior. Si vivimos muy alejados de los valores que Cristo representa, ese testimonio será parcial, fragmentario y nuestra conciencia, por lo tanto, constituirá para nosotros un centro que refleja una verdad incompleta y en ella no se oirá la voz del Padre, porque nuestro aparato de radio no estará en condiciones de captarla. Pero cuando nuestra conciencia haya interiorizado todos los testimonios procedentes de los distintos centros de vida, entonces se producirá lo que podríamos llamar el gran silencio y en él podremos oír con perfecta nitidez la voz que proviene del Padre.
En cada conciencia humana hay un trono vacante que un día ha de ser ocupado por el hijo. Allí se instalará Cristo cuando las condiciones le permitan hacerlo. Si reunimos esas condiciones, tendremos en nosotros ese mítico Hijo en el que la voz del Padre sonará alta y clara.
Así pues, si la conciencia es el habitáculo natural de Cristo, pero esta conciencia no se encuentra en condiciones de recibirlo, ¿qué hacer para cambiar ese estado de cosas? La solución que da Jesús a los judíos es la de escudriñar las Escrituras.
Las Escrituras representan la voz que viene de la izquierda divina, enunciando leyes, formulando reglamentos, instituyendo normas. Los traductores del Evangelio al llegar a este punto, suelen señalar que varios profetas de Israel habían vaticinado con anterioridad la llegada del Mesías. Pero no se trata de esto exactamente, porque los judíos ya estaban persuadidos de que el Mesías iba a venir para conducir a su nación física, mediante una serie de milagros, al supremo poder material.
No son solo los profetas quienes anunciaban a Cristo, sino los libros de Moisés, en los cuales se encuentra perfectamente descrito el proceso evolutivo. En ellos vemos cómo Caín y sus descendientes no pudieron instaurar un reino material definitivo, viniendo el diluvio a destruir su obra, y vemos cómo fueron después los descendientes de Noé quienes inauguraron en el mundo una nueva era. Más adelante, en sucesivos relatos, vemos siempre cómo el hombre material es derrotado y de qué manera el hombre espiritual hereda los derechos del Padre.
Si esos relatos son interpretados según la letra, aparecen en ellos conflictos entre individuos y pueblos, pero si las Escrituras se leen con mirada profunda, pronto se descubre que no se trata de conflictos exteriores, sino interiores; se encuentra que los descendientes de Caín y los de Seth, que Esau y Jacob, con sus doce hijos, representan fuerzas que viven en nuestro interior y que las tendencias productoras de realidades materiales son finalmente derrotadas por las portadoras de realidades espirituales, las cuales instauran un nuevo Reino.
Si los judíos hubiesen leído las Escrituras con mirada profunda, habrían visto que el Mesías anunciado ha de actuar en el interior de cada ser humano y no ha de ser un caudillo de pueblo externo.
Toda la enseñanza de Cristo se basaba en este hecho y de mil maneras trató de decir a sus seguidores que buscaran en su propio interior, ya que allí aparecería la nueva realidad que les permitiría acceder al nuevo universo. Cuando ese trabajo es realizado, cuando la letra de las Escrituras es escudriñada para desentrañar su significado, penetra en la conciencia la verdad. Muchas veces diría Jesús, en el curso de su ministerio, «Yo soy la verdad«. Entonces, con esa verdad instalada en nosotros mismos, vemos el semblante del Padre y oímos su voz. La verdad ejerce la función de traductor.
En las Escrituras, en la ley, en los reglamentos y ordenanzas se encuentra el testimonio de Cristo. Se trata, no solo de leerlas como se lee una novela, sino de escudriñarlas, esto es, de investigar a fondo hasta discernir la verdad oculta entre líneas.
En el próximo capítulo hablaré de: la gloria de Dios
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