Cómo alcanzar la vida eterna
“De nuevo en el camino, se le acercó un joven y le preguntó: Maestro ¿qué obra buena he de realizar para alcanzar la vida eterna? Jesús le respondió que para entrar en la Vida eterna era preciso guardar los mandamientos: no matarás, no adulterarás, no hurtarás, no levantarás falsos testimonios, honra a tu padre y a tu madre y ama al prójimo como a ti mismo. Replicó el joven: Todo esto lo he guardado ¿qué me queda aún? Añadió Jesús: si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto tienes, dalo a los pobres y tendrás un tesoro en los cielos, ven y sígueme. Al oír esto, el joven se fue triste porque tenía muchos bienes”. (Mateo XIX, 16-22. Marcos X, 17-22).
Vemos en este punto de la enseñanza que para entrar en la vida eterna, para penetrar en ese dominio de la placidez, en el que ya no habrá dolor, ni pasiones, ni leyes que cumplir; para entrar en ese reino en el que la conciencia de nuestro ser ya no nos abandonará al pasar de uno a otro cuerpo, es preciso guardar los mandamientos de la antigua ley. Pero para avanzar en la vida eterna, para no quedarse permanentemente en el umbral, es preciso vender cuanto tenemos y darlo a los pobres, porque en ese otro mundo la organización es distinta y el poder material de nada sirve.
Cuando Jesús dice vende cuanto tienes o regálalo a los pobres, no es preciso entenderlo al pie de la letra. A lo que se refiere en realidad es a la necesidad de desprenderse del apego que nuestras posesiones ejercen en nosotros. Quien tiene varias casas debe cuidarlas, mantenerlas o alquilarlas y eso le genera un enganche que le limita. Cuanto más desprendidos seamos, más fácil resultará el acceso al reino crístico.
En el llamado Mundo de los Deseos, por ejemplo, donde el ser humano pasa a residir después de la muerte del cuerpo físico, los deseos tienen el poder de edificar auténticas catedrales solo con desearlo. No es que estas surjan como por arte de magia en un abrir y cerrar de ojos, pero son creadas por el poder imaginativo de la persona. Si esta es capaz de concebir una catedral, detalle a detalle, la edificación se irá levantando a medida que la imagine. Si su imaginación no da para tanto, podrá construirse una simple casa, rodeada de jardines y de bosques, y no necesitará dinero para comprar tierras, porque la tierra en ese mundo es de todos.
Sin embargo, cuando esté instalado en su morada imaginaria, no permanecerá mucho tiempo en ella, ya que su afán creador lo llevará a borrar lo edificado para construirse otra morada aún más perfecta y en la que poder experimentar su talento creador. Nadie lo admirará allí por lo que haya edificado, ni su reputación social será mayor, porque hacerlo está al alcance de todo el mundo.
Más arriba, en el mundo del pensamiento, donde se reside cuando el cuerpo de deseos muere, ya no existen moradas individuales. Allí la vida es colectiva y los habitantes de ese mundo están permanentemente reunidos en salas de conferencias, de música, en bibliotecas, archivos y clubes. Allí lo que importa es el saber.
Ese «dar a los pobres» no debe limitarse a las posesiones de orden material. Hay personas que son pobres en bienes materiales, pero ricas en sentimientos y en saber, mostrándose también avariciosas con lo que poseen. Se encuentran tales personas en la misma situación que el joven rico que se acercó a Jesús.
Nuestra riqueza en sentimientos y en conocimientos debe ser dada a los pobres. Dada y no vendida, puesto que en nuestra sociedad bien sabemos que ese tipo de riquezas se venden, y así encontramos siempre a bellas mujeres al lado de hombres ricos, a los cuales venden sus sentimientos y en todas las ciudades hay centenares de academias en las que unos hombres reciben dinero contra entrega de su saber.
Para obtener en abundancia los tesoros del cielo, es preciso desprendernos de nuestras riquezas internas. En efecto, ya hemos visto en el curso de estos estudios que hay en nosotros unos espacios que las jerarquías superiores van llenando con los materiales que vamos consumiendo. Si no utilizamos esos materiales, manteniendo llenos a tope nuestros espacios internos, es evidente que no obtenemos del cielo nuevas riquezas y quedamos estabilizados en la verdad producida por los materiales espirituales de que estamos repletos.
La persona que no da su saber ni sus sentimientos, permanece así fiel a una verdad y a un modo de sentir. En el mundo material esa fidelidad es muy estimada, porque se venera lo permanente, pero esa fidelidad es el síntoma que revela que no se ha movido, que en sus vacíos internos no se ha producido movimiento alguno, porque no ha dado su saber y, por consiguiente, no ha tenido necesidad de que el cielo derrame sobre ella nuevos tesoros.
Cuando el saber se da gratuitamente, es porque existe por parte de la persona un afán de enseñar, dado que su objetivo no es el de obtener dinero. Ese afán de enseñar produce, en su estructura interna, una necesidad de sabiduría, puesto que si ella no sabe, mal va a enseñar a los demás. Esa necesidad de sabiduría es la fuerza que moviliza en el cielo a las jerarquías cuya misión es darla, las cuales ponen a su disposición los materiales espirituales que han de suministrársela, y ese tesoro del cielo irá produciendo en ella nuevas evidencias que irán ampliando su visión y modificando el paisaje espiritual a medida que la sabiduría le va siendo infundida, o sea, modificando los primeros conceptos.
La fidelidad a un concepto, a una visión del mundo, a unos valores determinados, aunque sean elevados, indica que la persona no tiene necesidad de sabiduría. Ya sabe, se conforma con sus ideas y entonces no pone en funcionamiento los servicios cósmicos a que acabamos de referirnos y sus vacíos internos son llenados con materiales de igual calidad que los ya existentes. El don desinteresado de nuestra sabiduría es pues indispensable para obtener los tesoros del cielo.
En cambio, cuando esta sabiduría es dada contra una prestación material, los valores del mundo físico «suben» a nuestro mundo intelectual y son esos valores los que llenan nuestros vacíos internos, y no los procedentes de los mundos de arriba.
Ya hemos visto, al estudiar la estructura del Universo, que el Mundo de Deseos y el Mental interpenetran el mundo físico. Esto da, de alguna manera, a la materia la facultad de producir pensamientos y sentimientos. No es que la materia misma los produzca, sino que nos los inspira, es decir, tiene el poder de captar nuestras fuerzas mentales y emotivas para informarlas, para producir en ellas una visión, un concepto.
Todos los mundos superiores se reflejan en Malkuth, nuestro mundo material y resuenan en él como un eco, pero deformado, grotesco.
La persona que intercambia valores espirituales contra valores materiales, hace que el perfume del mundo de abajo penetre en el mundo de arriba y llegará un momento en que ese perfume invadirá la plaza de su mente y de sus sentimientos y ya no se aprovisionará de ellos en los mundos de arriba, sino en el de abajo, encontrándose totalmente marginada de las esferas en que circulan las fuerzas de la vida. Podría ser el caso de insignes autores que han escrito una obra muy iluminada, pero ha sido la única, porque sus siguientes libros carecían de luz.
Por ello la persona rica, aunque guarde los preceptos de la ley, a menos que se despoje de sus posesiones materiales, de lo que representan para ella, no puede progresar en el reino. Pero despojarse no significa, como hemos comentado, tirarlo todo por la ventana, sino desapegarse, es decir, no sentirnos atados a nuestras posesiones.
Es muy importante que esa mecánica sea comprendida. Si utilizamos los productos del mundo del pensamiento para comprar productos del mundo físico, ese mundo físico acabará «subiendo» al espacio ocupado por el mental y se instalará en él. Entonces estaremos llenos de lo que podríamos denominar pensamiento físico, con el que comprendemos perfectamente las cosas de abajo, mientras negaremos con rotundidad las de arriba, ya que nada en nuestro pensamiento corresponderá a la esencia de ese mundo superior y, si no está en nosotros, mal podemos comprenderlo.
Ese pensamiento físico es administrado por una categoría de luciferianos que realizan las mismas funciones que sus hermanos de arriba, pero desde su posición de «caídos«. Así resulta que cuando Marx nos dice que son las realidades materiales las que forman nuestra manera de pensar, no deja de estar en lo cierto. Y bien es verdad que el pobre que gana de golpe una quiniela de doscientos millones, cambia de mentalidad, de amigos y hasta de familia, pero esto solo ocurre cuando la persona echa por la borda las legítimas esencias del mundo del pensamiento y vende sus derechos por un plato de lentejas, como hiciera Esau. Ocurre con la persona alterada que en un momento de desvarío renuncia a su herencia celeste para adquirir unos productos netamente inferiores, que un día u otro deberá abandonar para reintegrarse al mundo de arriba, que es su destino final.
En el próximo capítulo hablaré de: salvarse
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