Bienaventurados los pacificadores, ya que serán llamados hijos de Dios
«Bienaventurados los pacificadores, ya que serán llamados hijos de Dios«, nos dice la séptima Bienaventuranza, en la que vemos aparecer las cualidades de Hod el centro 8 del Árbol. Vivimos en un mundo en el que las fuerzas se encuentran enfrentadas, primero en nosotros mismos; después en las relaciones sociales.
En nosotros, las tendencias que nos rigen se suceden y mientras unas luchan para establecer en la vida lo que es justo, vienen luego otras a impulsar los deseos de goce, de riquezas, de placeres y bienestar y chocan unas con otras, porque buscar más riqueza nos lleva a trabajar más, lo cual nos lleva a ver menos a nuestra familia y a tener más estrés. Y así por momentos somos justos, honrados, buenas gentes, y luego sucede algo en nuestra vida que nos lleva a ser lo contrario, así que en otros momentos deshacemos lo que el Señor (o sea la fuerza/entidad) que nos regía había conseguido anteriormente, lo destruimos como se destruyen las cosas en una guerra. El otro día vi una película del oeste en la que llegaban los colonos, echaban a los indios y construían sus casas. Luego veían más odios y les quemaban la casa y volver a empezar.
Vivimos en estado de batalla interior, en la que el bien y el mal – entendiendo como bien aquello que es conforme a las leyes cósmicas y a nuestro programa profundo y como mal lo que no lo es – el bien y el mal que hay en nosotros se combaten con ferocidad. Para que esa guerra termine, se necesita un pacificador que posea la palabra justa, la palabra creadora, susceptible de ser entendida y aceptada por ambos contendientes. Ese pacificador tiene que surgir, evidentemente, de nuestra naturaleza interna y ser capaz de reconciliar en nosotros las tendencias enfrentadas, de forma que puedan colaborar de mutuo acuerdo en la edificación de nuestra existencia.
Para conseguir esa paz, los señores que rigen nuestros deseos deberán renunciar a ciertos objetivos, pero los señores que representan los objetivos de nuestro Ego Superior también deberán renunciar, en cierta medida, a sus propósitos, a fin de que en nosotros se allanen los caminos y que los deseos puedan trepar a la montaña de la espiritualidad.
Si la exigencia espiritual es fuerte y no transige, y si los deseos también son intensos, cada uno tirará hacia su mundo, y como las raíces de los deseos son más fuertes, acabarán por ganarle la guerra a la espiritualidad.
En nuestra entidad humana hay un centro que se encarga de regular el dinamismo de esas dos fuerzas. Ese centro se conoce cabalísticamente con el nombre de Hod, y su manifestación material con el nombre de Mercurio. Allí se encuentra el pacificador y mientras uno de sus ojos mira hacia arriba y contempla las realidades espirituales, el otro mira hacia abajo para ver las posibilidades existentes de encajar en el mundo material.
Ya sabiendo que lo de arriba puede caber abajo, el pacificador frena las energías procedentes de arriba, al tiempo que trata de abrir cauces más amplios abajo para que, de forma progresiva, pueda absorber más y más el producto de arriba.
Cuando ese pacificador actúa en nosotros, somos llamados hijos de Dios, al igual que Mercurio era hijo de Júpiter, en el cual Dios ha delegado sus funciones en ese cuarto Día de la Creación en el que nos encontramos.
Una vez la pacificación se ha producido en nuestra tierra humana, nos encontramos ya en condiciones de «exportar» nuestro orden interno a la sociedad y ser los pacificadores del mundo, puesto que los enfrentamientos internos del ser humano dan lugar a enfrentamientos externos contra las personas que representan las tendencias con las que lucha el rey que está rigiendo en aquel momento en nuestra psique.
Si hemos conseguido nuestra paz interna, esa paz se manifestará sin necesidad de argumentarla, irá con nosotros dondequiera que vayamos y la contagiaremos a nuestros semejantes con nuestra sola presencia. Ejerceremos en calidad de hijos de Dios y, a través de nosotros, Dios verá aumentar el número de sus hijos.
Así pues, si estamos rodeados de conflictos, busquemos a nuestro pacificador interno y pongamos paz en nuestro interior antes de intentarlo fuera.
En el próximo capítulo hablaremos de la octava bienaventuranza.
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