Bienaventurados los misericordiosos, porque obtendrán misericordia
«Bienaventurados los misericordiosos, porque obtendrán misericordia» dice la quinta Bienaventuranza, que expresa las cualidades de Tiphereth, el centro seis del árbol, el que manifiesta las virtudes crísticas. La misericordia es la compasión repetida una y otra vez, cualesquiera que hayan sido las faltas cometidas por la persona objeto de esa misericordia. Es una virtud típicamente paterna, ya que el padre es el único ser capaz de perdonar, de disculpar una y otra vez a su hijo.
En el momento de redactar este texto, los periódicos relatan cómo un estudiante japonés ha dado muerte en París a una muchacha, que luego ha despedazado e introducido en unas maletas. Nos refieren las crónicas periodísticas todo el horror de ese gesto y nos dicen cómo el padre de ese estudiante, importante hombre de negocios, lo dejó todo en Japón para acudir al lado de su hijo y visitarlo en la cárcel, donde era despreciado por los propios reclusos. Ese hombre, en la hora difícil que vivía su hijo, solo escuchó la voz de la misericordia y corrió a su lado. Todos lo habían abandonado menos el padre. Es un ejemplo de la misericordia que el discípulo debe ser capaz de expresar, porque es la misericordia del Padre respecto a los seres humanos, sus hijos.
Al contemplar la vida de un ser humano, es hacia adelante que debemos verla y no hacia atrás, y la misericordia conlleva la fe en que ese ser humano que se ha arrastrado por el barro, ese que ha sido opaco a la luz, oirá un día la voz de la divinidad que lleva dentro y su comportamiento se verá modificado. Por ello debemos creer en él y esperar de él los cambios necesarios.
Muchas veces diría Cristo en el curso de su ministerio: «los que tengan oídos, oigan«, significando con ello que hay una voz en las entrañas de cada ser humano que clama la verdad, que recita las reglas divinas, y cuando los oídos consiguen oír esa voz, se apaga en la naturaleza el eco de las pasiones y el canto de los sentidos.
Debemos comportarnos pues con los demás, como si fuera inminente el despertar de los oídos a esa voz, como si de un momento a otro fueran a escucharla; y decirnos que si han maniobrado mal, si han causado llantos y destrozos, es porque todavía eran sordos a esa voz interna.
La misericordia debe extenderse a nosotros mismos. También somos esos que se equivocan, que cometen maldades, deslealtades, atropellos, y así mismo, como los demás, merecemos esta auto‑misericordia, ya que, si bajo el peso del remordimiento nos consideramos seres despreciables, no conseguiremos más que obrar mal. El remordimiento puede ser saludable, si nos permite apreciar en los demás, valores que nos habían pasado desapercibidos. Pero el remordimiento debe ceder el paso al arrepentimiento y este a la misericordia.
Al ser misericordiosos con nosotros y para con los demás, atraeremos la misericordia de arriba, la del Padre Eterno, y veremos cómo la cuenta del mal será borrada en nuestra vida, no nos serán reclamados derechos por errores pasados y la voz que clama venganza en aquellos que hayamos ofendido, será silenciada. Habremos quedado liberados del karma y nuestros perjudicados recibirán como un bálsamo que restañará sus heridas y les brindará un nuevo impuso espiritual.
La misericordia, pues, no solo tiene efectos liberadores sobre nosotros mismos, sino también sobre aquellos con los cuales nos encontramos vinculados por nuestras faltas, nuestros errores pasados.
En el próximo capítulo hablaremos de la sexta bienaventuranza.
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