Abrir los ojos
“Dice la crónica que al salir de Jericó dos ciegos que estaban sentados al borde del camino oyeron pasar a Jesús y se pusieron a gritar: señor, ten piedad de nosotros. Jesús hizo que sus ojos se abrieran y ambos siguieron en pos de él”. (Mateo (XX, 29-34 y Marcos X, 46-52).
Cuando el maestro que hay en nosotros nos enseña el perfecto ordenamiento cíclico en el acontecer universal, los dos ciegos que hay en nuestro interior, el yo emotivo y el yo mental, abren sus ojos y ven.
El conocimiento abre los ojos ante la evidencia de la verdad, que no es nunca arbitraria, sino el resultado de un proceso natural.
Nuestros ciegos internos abren los ojos después de haber recorrido los cuatro ciclos y pasado por la fase del servicio, encontrándose en condiciones de amar a su prójimo como a sí mismos, porque lo comprenden puesto que han pasado por todas las situaciones por las que ese prójimo está pasando.
“Nos refiere la crónica sagrada cómo un doctor en la ley le preguntó a Jesús: ¿Y quién es mi prójimo?” Lucas (X, 25-29).
En el momento evolutivo en que aparecemos como «doctores en leyes», todavía no sabemos con exactitud si el prójimo es la gente que vive en nuestro inmueble, en nuestra ciudad o en nuestro país. Cuando nos identificamos con la figura del doctor en leyes, interrogamos a nuestro maestro interno con la esperanza de que confirme nuestro modo convencional de pensar y, si no lo confirma, pensamos que así tendremos una razón para matar al maestro interno y liberarnos de la ley moral que representa. Una vez este crimen perpetrado, podremos legislar libremente, instituyendo en ley cada uno de nuestros deseos, ambiciones y apetencias.
Muchos eran entonces los doctores en leyes, los escribas y sacerdotes de un culto materializado, que buscaban al maestro para matarlo, y nuestras tendencias profanas lo buscan aún. Para responder a ese pretendido doctor que no sabia quién era su prójimo, Jesús tomó la palabra y contestó:
«Bajaba un hombre de Jerusalem a Jericó y cayó en poder de los ladrones, que lo robaron, lo golpearon y lo dejaron medio muerto al borde del camino. Un sacrificador, que por azar descendía por el mismo camino, habiendo visto a ese hombre, pasó de largo. Un levita, que llegó también a ese lugar, habiéndolo visto, pasó de largo, pero un samaritano que viajaba, habiendo llegado hasta ahí, fue tocado de compasión cuando le vio. Se le acercó, vendó sus heridas, derramando sobre ellas aceite y vino. Después lo puso sobre su misma montura, lo condujo a una posada y se ocupó de él. Al día siguiente, sacó dos monedas de su bolsa y dijo al posadero: “cuídalo y lo que gastes de más te lo devolveré a mi regreso”. ¿Cuál de los tres te parece haber sido el prójimo del que había caído en manos de los ladrones? Es el que ejerció la misericordia hacia él, respondió el doctor en leyes y Jesús le dijo: Ve y haz tú lo mismo”. (Lucas X, 30-37).
La parábola del buen samaritano nos ofrece varios temas de reflexión. En primer lugar aparece la cuestión racial. Nos dice la crónica que el doctor en leyes le hizo a Jesús la pregunta sobre su prójimo «para probarlo«. Los doctores trataban de acumular pruebas contra Jesús que les permitieran un día hacerlo condenar a muerte. Para el doctor en leyes, el prójimo eran las gentes de su clan y, por consiguiente, el amor al prójimo que recomendaban las escrituras, se limitaba a ellos. Los samaritanos eran aborrecidos y se los consideraba como gentes bajas y malas. Al decir Jesús en su parábola que fue un samaritano quien socorrió al herido, no estaba diciendo que todos los samaritanos fueran bondadosos y caritativos, sino que lo fue aquél, o sea, que ser prójimo o no serlo es una cuestión de personas y no una relación racial o de grupo.
Todos venimos al mundo bajo el «disfraz» de una raza y en una determinada ciudad y barrio. El nuevo ciudadano crece en un clima de enfrentamientos de su ciudad con las ciudades vecinas; enfrentamientos culturales, urbanísticos, deportivos, etc.
Cada domingo, en los partidos de fútbol, unos ciudadanos acumulan odio contra habitantes de otra ciudad o de la suya misma, se aprovechan las fiestas patronales de los barrios para organizar confrontaciones con los vecinos de otros barrios, tirando de una cuerda o jugando al ajedrez. El deporte se ha convertido así en una gran máquina productora de la división entre ciudades y contribuye a que la persona se identifique más y más con el grupo y que considere la fidelidad al grupo como una virtud de alto valor. Esta fidelidad al grupo lo lleva al rechazo de todos los demás y mientras el grupo se convierte en los «buenos«, los demás asumen el papel de «malos«.
Al comienzo de la involución, la humanidad fue dividida en tribus para que el ser humano fuera aprendiendo a ser solidario con unos cuantos y, para fortalecer esa solidaridad, era preciso que la tribu se enfrentará con otras, de modo que al crecer el sentimiento de hostilidad hacia el enemigo, creciera también el de solidaridad hacia los suyos. Los enfrentamientos deportivos o de otro tipo representan una reliquia de esa época en que se necesitaba el odio para que se desarrollara el amor. Constituyen pues manifestaciones arcaicas de la vida social y si antes pudieron ser positivas, ahora ya no lo son.
Cristo vino para proclamar la unión de todos los seres humanos, para hacer que todos se sintieran prójimo de todos, por encima de sus vínculos ciudadanos o raciales. Si para determinar quién era el prójimo de quien, lo hizo mediante la historia de un hombre maltrecho, fue para subrayar que la solidaridad debe ejercerse en los momentos difíciles, más que en los gloriosos.
Son muchas las cartas que reciben los reyes, los artistas, los millonarios, los protagonistas de la mundanidad, felicitándoles cuando tienen un éxito, o cuando se casan o les nace un hijo. La fama, la riqueza, la alta alcurnia, son productores de mucho prójimo. En cambio, ¡cuántas veces hemos visto a un hombre herido desangrarse al borde de una carretera, porque ningún automovilista se ha parado para socorrerlo!
Amar al prójimo no es amarlo en sus horas de triunfo, sino en sus horas difíciles, cuando es despojado de sus bienes y apaleado hasta caer sin sentido.
En el próximo capítulo hablaré de: Cómo atraemos a los ladrones
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