¿A dónde vas?
“Ahora me voy hacia el que me ha enviado y ninguno de vosotros me pregunta ¿A dónde vas? Por haberos dicho esas cosas, la tristeza invade vuestro corazón. No obstante os digo la verdad: es mejor para vosotros que yo me vaya, ya que, si no me voy, el consolador no vendrá a vosotros; en cambio, si me voy, os lo enviaré. Y cuando haya venido, convencerá al mundo en lo que se refiere al pecado, la justicia y el juicio; en lo que concierne al pecado, porque ellos no creen en mÍ; en lo que se refiere a la justicia, porque me voy al Padre y vosotros ya no me veréis más; en cuanto al juicio, porque el príncipe de ese mundo es juzgado”. (Juan XVI, 5-11).
Cristo no puede acompañarnos en esa hora. El sacrificio de las tinieblas es algo que debemos realizar sin la ayuda de nadie. Es una decisión personal que debemos tomar sin vernos apoyados por ninguna fuerza espiritual. En el Ayn, las jerarquías espirituales que nos han prestado sus fuerzas se retiran y nuestros vacíos internos deben ser llenados con nuestras propias virtudes. Si hemos desarrollado en nosotros valores espirituales, es la hora de sacarlos y ponerlos a trabajar.
El Ayn inicia la quinta ronda de fuerzas. La primera va del Aleph al Daleth; la segunda del Daleth al Heith; la tercera del Heith al Lamed, y la cuarta del Lamed al Ayn. En esta quinta ronda debemos sacar la quintaesencia de lo aprendido bajo la tutela de las fuerzas espirituales y ejercer nuestras propias virtudes. En realidad, nos hemos estado preparando para ese ejercicio a lo largo de nuestras vidas, puesto que los coros angélicos que nos prestan asistencia en el ciclo anual, lo efectúan en cinco ciclos rotatorios, pero solo están presentes en los cuatro primeros: en el quinto, somos nosotros quienes debemos suplir, con nuestros conocimientos, sus programas.
Ya dijimos que cada estancia espiritual tiene su consolador, su abogado, que explica los misterios que van apareciendo en cada etapa del camino. El Cristo externo no puede darnos el entendimiento de las cosas divinas, y bien hemos visto como a partir de esa última Cena, sus discípulos, a pesar de haber comido su cuerpo, no comprenden, no lo entienden: uno lo traiciona, otro lo niega y los de más allá le formulan preguntas que evidencian estar en babia.
Y al fin y al cabo, las cosas no pueden ser de otro modo, puesto que toda la enseñanza de Cristo lleva a la persona a ser, a convertirse substancialmente en Hijo de Dios, o, lo que viene a ser lo mismo, en Hijo del Hombre, o sea, en su propia obra, en un producto elaborado por su naturaleza humana, como ese turrón que aparece en nuestras mesas de Navidad, hecho de almendras y de miel, pero que ya no es ni miel ni almendras, después de haber sido amasado y torneado miles de veces con los brazos -así se hacía antiguamente- sino que es la dulce obra del ser humano, ese hijo de nuestras fuerzas y de nuestro saber.
Ser Cristo, ese es el objetivo. Y, para serlo, es preciso que el Cristo externo se vaya, que deje de llevarnos en brazos y arroparnos con sus enseñanzas, igual que nuestros padres deben dejarnos volar. Únicamente cuando estemos solos, cuando la tristeza invada nuestro corazón, podrá salir de nosotros la voz que clama al Padre y será entonces cuando Él nos enviará al Consolador, que hará morada en nuestra naturaleza. A partir de ese momento, el Maestro habrá resucitado en nosotros y ya no morirá nunca más.
En el próximo capítulo hablaré de: la gracia nos abandona
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