Un programa de vida
Tras esos cuatro meses de espera, el 22 de junio, según precisan los que leen en la memoria de la naturaleza, coincidiendo con la entrada del Sol en Cáncer, Jesús pronunció en la Sinagoga un sermón sobre el Reino. Juan acababa de caer prisionero y su hora se estaba acercando. Por primera vez ante la muchedumbre, Jesús deshizo la ambigüedad que pesaba sobre él.
«He venido a proclamar el establecimiento del Reino del Padre. En este Reino se encontrarán juntas las almas de los judíos y las de los gentiles, las de los pobres, de los hombres libres y de los esclavos, ya que mi padre no hace distinciones entre las personas: su amor y su misericordia se extienden sobre todos. El Padre celeste envía su espíritu para que habite en el pensamiento de los hombres y cuando yo haya terminado mi obra terrestre, también el espíritu de verdad será derramado sobre toda carne. El espíritu de mi Padre y el espíritu de verdad fortalecerán, en el próximo Reino, vuestra comprensión espiritual y la rectitud divina que haya en vosotros.
Mi Reino no es de este mundo. El Hijo del Hombre no ha de conducir los ejércitos a la batalla para establecer un trono de poder o un reino de gloria temporal. Cuando mi reino se instaure, conoceréis al Hijo del Hombre como príncipe de la paz como revelación del Padre eterno. Los hijos de este mundo luchan para establecer y engrandecer los reinos de este mundo, pero mis discípulos entrarán en el reino de los cielos gracias a sus decisiones morales y a sus victorias en espíritu, y cuando entren en él, encontrarán la alegría, la justicia y la vida eterna. Quien busque primero la entrada en el Reino y se esfuerce así en adquirir una nobleza de carácter semejante a la de mi Padre, poseerá pronto todo lo que le es necesario. Pero os lo digo con toda franqueza: a menos de buscar la entrada en el Reino con la fe y la confianza de un niño, no seréis admitidos en él de ningún modo.
No os dejéis engañar por los que vienen a deciros: el reino está aquí o el reino está allá, ya que el Reino de mi Padre no concierne a las cosas visibles y materiales. Este reino está ya en vosotros, ya que si el alma de un hombre es instruida y conducida por el espíritu de Dios, ya se encuentra en realidad en el reino de los cielos. Ese reino de Dios es rectitud, paz y alegría en el Santo Espíritu. Juan os ha en verdad bautizado en signo de arrepentimiento y para la remisión de vuestros pecados, pero cuando entréis en el reino celeste, recibiréis el bautismo del Santo Espíritu. En el Reino del Padre no habrá ni judíos ni gentiles, sino solamente los que buscan la perfección sirviendo, ya que declaro que quien quisiera ser grande en el Reino de mi Padre, debe primero convertirse en el servidor de todos. Si consentís en servir a vuestros semejantes, os reuniréis conmigo en mi reino, del mismo modo que yo me reuniré pronto con mi Padre en su reino por haber servido en la semejanza de una criatura.
Este nuevo reino se parece a una semilla que crece en la buena tierra de un campo y que no alcanza rápidamente su plena madurez. Hay un intervalo de tiempo entre el establecimiento del reino en el alma de un hombre y la hora en que el reino madura en su plenitud, para convertirse en la fruta de una rectitud perpetua y de una salvación eterna. El reino que yo proclamo, no es un reino de poder y de abundancia. El reino de los cielos no consiste ni en alimentos ni en bebidas, sino en una vida de rectitud progresiva y en alegría creciente al cumplir el servicio de mi Padre, que está en los cielos. Ya que el Padre, ¿acaso no ha dicho de los hijos de la tierra: «Mi voluntad es que acaben por ser perfectos, como yo mismo soy perfecto?» He venido a predicar la buena noticia de la llegada del reino. Yo no he venido para acrecentar los pesados fardos de los que querrían entrar en el reino, sino a proclamar un camino nuevo y mejor. Los que sean capaces de entrar en el reino que viene, gozarán del reposo divino.
Por más que os cueste en bienes materiales, cualquiera que sea el precio que habréis pagado para entrar en el reino de los cielos, recibiréis en la tierra mucho más equivalente en dicha y en avance espiritual, y habréis merecido la vida eterna en los tiempos a venir. La entrada en el reino del Padre no depende ni de ejércitos en marcha, ni de tronos materiales derribados, ni de la liberación de cautivos. El reino del cielo está al alcance de la mano; todos los que entren en él encontrarán abundante libertad y feliz salvación. Este reino es un imperio perpetuo. Los que entran en el reino subirán hasta mi Padre, alcanzando ciertamente su derecha en gloria al Paraíso. Todos los que entren en el reino de los cielos se convertirán en hijos de Dios y en los tiempos a venir se elevarán hasta el Padre. Yo no he venido a llamar a los pretendidos justos, sino a los pecadores y todos los que tienen hambre y sed de rectitud y de perfección divina. Juan ha venido, predicando el arrepentimiento, a fin de prepararos para el reino; ahora yo vengo proclamando que la fe, el don de Dios, es el precio a pagar para entrar en el reino de los cielos. Os basta con creer que mi Padre os ama con un amor infinito, para encontraros desde entonces en el reino de Dios«.
Puede considerarse que este discurso representa el comienzo de la obra de Cristo, o, mejor dicho, el preámbulo de su doctrina. Quienes lo escucharon quedaron sorprendidos. Era la primera vez que oían hablar de Dios en términos de Padre, en lugar de ser el celoso tutor que distribuía recompensas, pero en cuyo programa abundaban los castigos. Y era la primera vez que Dios aparecía en términos de relación personal y no de relación colectiva, a través del pueblo, de la raza y, de la jerarquía, era también la primera vez que oían que el reino de Dios no tenía un carácter material, sino espiritual. También era la primera vez que Jesús decía que no venía a liderar ejércitos de salvación, sino que venía a transmitir la fe y el amor y que esas eran las armas que debías liberarnos.
Dicen las crónicas que los asistentes se dividieron en tres partes. Un tercio creyó en el mensaje sin haberlo apenas comprendido; otro tercio rechazó totalmente la idea de una recompensa espiritual y no material por todos los preceptos y exigencias a que les obligaba su religión, mientras que el otro tercio fue incapaz de comprender el sentido de las palabras y pensó que el orador no estaba en sus cabales.
Al día siguiente, Jesús se reunió con sus seis apóstoles y les pidió que cada uno de ellos designara un nuevo discípulo para formar parte del equipo. Esta disposición procede de una ley natural que hace que lo superior que hay en un ser humano dependa en cierto modo de lo inferior.
Lo superior que hay en nosotros, o sea nuestra personalidad crística en estado de formación, elige un equipo, unos medios de acción y luego esos medios condicionarán (elegirán) los resultados, representando los limites en que deberemos movernos.
En ese mismo día, el veintitrés de junio, el Maestro ordenó a sus discípulos que partieran de dos en dos para dar al mundo la buena noticia de la llegada del Reino. El veinticuatro de junio tiene una importancia especial en el proceso de manifestación crística. Es entonces cuando la voz del Cristo interno se deja oír anunciando el Reino del Padre y cuando nos movilizamos para proclamarlo.
En la vida del discípulo, del mismo modo que le llegará su 25 de diciembre en el que nace el niño que ha de cambiar su mundo, le vendrá también su 24 de junio, fecha en que deberá ponerse en marcha para proclamar la buena noticia de que Dios no es solamente un conjunto de reglas fastidiosas y de prohibiciones sembradas de rigor, sino que Dios es también y sobre todo, Perdón, Gracia, Amor, Alegría y todo ello acompañado de una total libertad.
El 25 de junio es el opuesto al 25 de diciembre, fecha en la que celebramos el nacimiento de nuestra semilla espiritual. En astrología esas dos fechas están en oposición, a 180 grados y una representa la cristalización de la otra. Esto significa que el 25 de junio debemos plasmar en el exterior ese nacimiento crístico.
En el próximo capítulo hablaré de las bienaventuranzas, el manual de instrucciones
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