Repudiar
“Cambiando de terreno, pasando de Galilea a Judea, se acercaron a Jesús los fariseos y, para probarlo, le preguntaron si le estaba permitido al hombre repudiar a su mujer. Él respondió: ¿No habéis leído que el Creador, cuando hizo al hombre y a la mujer, dijo: el hombre dejará a su padre y a su madre para unirse a su mujer y ambos se convertirán en una sola carne? Así ya no son dos, sino una sola carne. Que el hombre no separe lo que Dios ha unido. ¿Por qué pues, le dijeron, Moisés ha prescrito que se le dé a la mujer una carta de divorcio y se la repudie? Él respondió: fue a causa de la dureza de vuestros corazones por lo que Moisés os permitió repudiar a vuestras mujeres, pero al principio no era así. Cuando estuvieron solos, los discípulos le preguntaron sobre este punto y el Maestro les contestó: el que repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio y si una mujer deja a su marido y se casa con otro, comete adulterio a su vez. (Mateo XIX, 1-12. Marcos X, 1-12).
Ante la petición de los fariseos, Jesús toca un punto que ya había abordado en el Sermón de la Montaña. En la crónica de Mateo, Jesús dice: «el que repudia a su mujer, salvo por infidelidad, y se casa con otra, comete adulterio«. En la crónica de Marcos no figura esa disculpa de la infidelidad.
Observemos de nuevo que Jesús, en su apostolado, revelaba por una parte una forma de vivir para el ser humano cuando hubiese penetrado en el reino y, por otra parte, estaba dando normas de conducta a una sociedad que aún no había accedido a él. Si para ese ser que se encuentra en camino, la infidelidad del cónyuge puede ser un motivo valedero de repudio, para quien vive en el reino del amor no ha de ser lo mismo, ya que el rechazo del otro significa que después de haber restablecido la unidad, esa unidad se rompe, no ha podido ser soportada por la persona y se ve obligada a dar un paso atrás.
La institución del matrimonio arranca del día en que Eva fue creada. El primer Adam que la divinidad formó era hermafrodita, hombre y mujer a la vez. Fue así, porque así era el primer aspecto de la divinidad, llamado Padre y conocido cabalísticamente con el nombre de Kether. Dios es uno, antes de multiplicar sus fuerzas en rostros distintos y por ello las cosas cuando se inician, también poseen esta unidad potencial.
Luego, en el despliegue creativo. Dios se convierte en un eje, con un polo positivo y otro negativo. Ello da lugar a la división y a la multiplicación de las especies. Y de ahí que el hombre, siguiendo esa dinámica, se convirtiera también en macho y hembra. A partir de este momento, la verdad apareció en una cosa y en su contraria, y el trabajo humano consistía en conciliar ambas verdades aparentemente desconexas.
La verdad llamada hombre debía completarse con la verdad llamada mujer y, haciéndolo así, la creación se multiplicaba y la obra divina proseguía su curso. O sea que las dos carnes debían unirse para que cada parte incompleta reencontrara la unidad. Cada vez que un hombre y una mujer deciden unir sus vidas, la unidad divina resurge y puede decirse en cierto modo que crean a Dios, o sea retornan a su seno. En cambio, cada vez que una pareja decide separarse, cualquiera que sea el pretexto, realizan el camino a la inversa y vuelven al comienzo de la involución. Como sea que las dificultades del ser humano aumentan a medida que se «separa» de Dios, ese retorno a la involución, o sea la escisión matrimonial, produce en la persona que se separa un aumento considerable de sus dificultades en todos los terrenos.
Un gesto determinado no es nunca la expresión aislada de una parte del ser humano, sino el síntoma de una realidad mucho más vasta, y una ruptura de la unidad matrimonial implica una ruptura a todos los niveles con el universo que nos rodea, y, ante todo, una ruptura en nuestro mundo interno, de manera que algunas tendencias se manifestarán en nosotros contradictoriamente y lo que estemos edificando en un día, podemos destruirlo en el siguiente. Nuestra vida puede convertirse en una grandiosa incoherencia y llevarnos a volver a empezar.
Sin embargo, El matrimonio no es una institución definitiva, sino un estado por el que el ser humano debe pasar en su itinerario evolutivo. Así no podemos ser categóricos ni juzgar a nadie por sus rupturas, porque no sabemos si en otras vidas la persona ya ha realizado una parte del trayecto y ahora solo le quedaban unas estaciones por recorrer.
Las personas entregadas a la espiritualidad deberían permanecer célibes para que sus cerebros dispongan de abundantes fluidos y puedan penetrar en el misterio de los mundos de arriba. Pero el matrimonio es necesario, por otra parte, mientras el alma individual necesite un complemento que le aporte lo que le falta.
A lo largo de la evolución, hemos aparecido alternativamente en la tierra bajo sexo masculino y femenino y, por consiguiente, hemos ido enriqueciendo nuestra alma con experiencias procedentes de las vivencias en uno y otro sexo. Si el protagonismo masculino ha sido superior al femenino, o viceversa, necesitamos un alma de sexo contrario que establezca el equilibrio, sin la cual no es posible la unidad, que es la perfecta igualdad entre dos polos contrarios.
Pero cuando en nuestras múltiples vidas hayamos desarrollado por igual las dos almas, la masculina y la femenina, entonces cualquiera que sea la expresión material de nuestro cuerpo, habremos conquistado el hermafroditismo espiritual y ya no necesitaremos la aportación del «otro«, porque en nosotros estará el hombre y la mujer.
Este equilibrio entre las dos almas se percibe en un horóscopo, cuando el Sol y la Luna se encuentran en conjunción, o sea cuando una criatura nace poco antes de la nueva Luna, porque entonces la Luna, principio femenino, avanza hacia el Sol, principio masculino, para fundirse en él, mientras que después de la nueva Luna, esta empieza a separarse. Los astrólogos auguran dificultades en los nacidos bajo esta conjunción, en lo referente a encontrar pareja. Por lo que acabamos de decir vemos que esa dificultad reside en el hecho de que, sintiendo en su interior con mucha fuerza la presencia de su otra alma, no necesitan buscarla en el exterior.
Los nacidos bajo esa configuración son aquellos de los que Jesús decía que «eran eunucos ya en el vientre de su madre«, es decir, no aptos para la procreación porque han superado esa fase de trabajos y, no sintiendo la llamada del sexo, pueden dedicarse a tareas creativas en otro dominio que el físico.
Citaba después el Maestro “los eunucos que lo son a causa de los hombres y otros que se han hecho así a causa del reino de los cielos y añadía: El que pueda comprender, que comprenda». (Mateo XIX, 11-12).
Esos eunucos a causa de los hombres son los que siguen el ejemplo de Onán, los que no procrean por razones de comodidad, de orden social, para no traer al mundo niños miserables o porque el piso es pequeño, etc. Ese tipo de «eunucos«, que a lo mejor no llegan ni a casarse por no tener que soportar un cónyuge, deberán acarrear con las consecuencias de su egoísmo en ulteriores vidas.
Los otros «eunucos«, los que lo son «a causa del reino de los cielos”, son los que en el curso de su vida, después de haberse casado – o sin llegar a ello -, renuncian al ejercicio de la sexualidad para que la corriente sexual se reinvierta y riegue sus órganos de percepción espiritual y puedan «ver» los mundos de arriba.
En el próximo capítulo hablaré de: dejad que los niños se acerquen a mí
Deja una respuesta
Lo siento, debes estar conectado para publicar un comentario.