¿Qué vamos a hacer?
“Entonces los principales sacrificadores y los fariseos reunieron el sanhedrín y dijeron: ¿Qué vamos a hacer? Ya que este hombre realiza muchos milagros y si lo dejamos hacer todos creerán en él y los romanos vendrán a destruir nuestra ciudad y nuestra nación. Uno de ellos, Caifás, que ese año era soberano sacrificador, dijo: No entendéis nada, no comprendéis que nuestro interés está en que un solo hombre muera por el pueblo y no que la nación entera perezca. Pero no dijo esto por sí mismo, sino como soberano sacrificador, profetizando que Jesús debía morir por la nación. Y no solamente por la nación sino a fin de reunir en un solo pueblo a los hijos de Dios dispersados. A partir de ese día resolvieron hacerlo morir. Es por ello que Jesús dejó de mostrarse abiertamente entre los judíos, sino que se retiró en un lugar vecino del desierto, en una ciudad llamada Efraím, y allí permaneció con sus discípulos”. (Juan Xl, 47-54).
Los romanos son las fuerzas profanas, las que hacen y deshacen en la vida de todos los días. Ya hemos visto a lo largo de estas enseñanzas que la actuación exterior es la resultante de nuestro mundo interno; que la historia de nuestra vida se fragua en el interior. Si en la naturaleza interna se produce un cambio, la «nación» creada por la anterior forma de ser, con sus costumbres, sus particularidades, sus fiestas, todo eso desaparecerá del mundo exterior y el «romano» que ejecuta la política interna destruirá la ciudad y el pueblo.
Siendo esto así, una de dos o bien se da muerte a la fuerza que promueve esos cambios en el interior, o bien morirá toda la civilización que creó en nosotros la fuerza farisaica. Si esta nación farisaica ha de salvarse, Jesús debe morir, ya que de lo contrario, los romanos, fieles ejecutores de la política interna de nuestro Yo, edificarán en el exterior el nuevo mundo en lugar de ser los materializadores de la civilización farisea.
Es preciso pues que Jesús vaya una vez más al desierto para evitar una muerte prematura, ya que su trabajo redentor debía penetrar en todas las fuerzas que mueven los resortes humanos para purificarlas y su acción no podía detenerse en el Khaf.
“La Pascua de los judíos estaba próxima y muchas gentes del país subieron a Jerusalén antes de la Pascua, para purificarse. Buscaban a Jesús, diciéndose unos a otros en el Templo ¿Qué os parece, vendrá o no vendrá? Y los principales sacrificadores y los fariseos habían dado orden que si alguien sabía dónde se encontraba, lo declarase, a fin de aprehenderlo”. (Juan Xl, 55-57).
Así finaliza el undécimo capítulo de Juan, con esa búsqueda de Jesús, unos para purificarse de él, otros para aprisionarlo y darle muerte.
Para los judíos, la Pascua significaba el fin de la esclavitud, puesto que conmemoraban su salida de Egipto. Ya vimos al tratar este episodio que esa salida de Egipto significó, para el pueblo elegido, el nacimiento del cuerpo del pensamiento. La segunda Pascua, la cristiana, representa la irrupción de la gracia en ese pensamiento, y todos los años, mientras unos celebran una efeméride gloriosa, otros viven en su alma la transmutación crística; unos lo buscan para transmutarse, otros para lapidarIo y evitar así que los romanos destruyan su civilización.
Este es seguramente el capítulo más denso que los evangelistas hayan escrito, y el más difícil de traducir en términos racionales. Procuremos resumir y clarificar cuanto se ha dicho:
La personalidad material (Caín-Esaú-Marta) necesita la aportación de la personalidad espiritual para subsistir. En ella encuentra alimento y gracias a esa «comida» que recibe puede estructurar el mundo y comprender las leyes de la Creación. Pero por mucho que adelante en esa comprensión, llega un momento en que le es preciso reinvertir el proceso, porque no encontrará la verdad yendo un poco más allá de sus investigaciones, sino cambiando radicalmente de forma de pensar y razonar, al revés de como había razonado hasta entonces. Como esta inversión de los mandos no es algo que esté a su alcance, aparte casos extraordinarios, para que la razón cese de avanzar en sus elucubraciones, lo más adecuado es cortarle el alimento espiritual, o sea dejar que Lázaro muera, que desaparezca ese contacto con la fuente espiritual. Entonces la parte razonable entra en la casa y se sienta, deja de llevar el timón y cede la conducción del vehículo humano a la personalidad espiritual que hasta entonces se había limitado a prestar sus energías para que la otra se moviera.
Cuando esto sucede. Cristo acude a la tumba de la espiritualidad y resucita a Lázaro, es decir, restablece la corriente cuando el protagonismo ha cambiado y es Maria la que lleva la batuta.
Este trabajo se realiza en el Khaf, es decir, en el momento de la liberación del pensamiento, porque si expresáramos tan solo lo que hemos aprendido bajo la dirección de Caín-Esaú-Marta, estaríamos dando una visión parcial del universo.
Cristo aparece en un momento dado de nuestra evolución y vivifica en nosotros un pensamiento que no es el fruto de la propia elaboración, sino que nos es inspirado. Es el pensamiento proveniente del segundo Khaf. El nombre de Lázaro está formado por Lamed-Zaín-Reish, esta última siendo la letra-fuerza que resucita la espiritualidad.
Los alquimistas llaman resurrección al tránsito de la gran obra del negro al blanco, cuando la materia putrefacta empieza a oler mal, como le ocurría a Lázaro.
En el próximo capítulo hablaré de: orar en todo tiempo
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