No juzgar
«No juzguéis si no queréis ser juzgados, ya que se os juzgará según el juicio que vosotros hayáis formulado y se os medirá con la medida con que hayáis medido», dice Jesús en la tercera parte de su discurso, volviendo así sobre el primer punto de la segunda parte de su sermón, en el que decía: «Guardaos de practicar vuestra justicia ante los hombres». (Aquí empieza el capítulo 7 de Mateo VII, 1 a 2).
Vemos que juzgar a los demás no es una norma cristiana, tanto si se trata de juicios privados, o sea los que formulamos en nuestra vida cotidiana sobre tal o cual persona, como si se trata de juicios públicos, en nombre del pueblo o de las autoridades. La figura del juez no es una figura cristiana, sino procedente de la antigua ley. Por consiguiente, si aspiramos a entrar en el Reino del Padre, no vayamos a buscar al juez para que nos dé la razón en nuestras querellas, y evitemos, por todos los medios, que sean nuestros semejantes quienes nos lleven ante él. Rehuyamos igualmente el trato con el juez, a titulo de abogados, pasantes, notarios, alguaciles o cualquier otra profesión que imponga ese trato.
Si carecemos de jueces, ¿quién nos defenderá de los ladrones, los asesinos, los violadores?, se preguntará el ser profano. Y aquí responderemos muy francamente: esos ladrones, criminales, son nuestros jueces, son la manifestación de nuestra justicia interna. No busquemos más allá porque son ellos y no los que se visten con togas en los tribunales quienes nos dan lo que merecemos. Ellos son nuestras heces, nuestra escoria que se alza poderosa y amenazante y nos doblega, nos impone su ley.
Si la figura del delincuente aparece en nuestras vidas, es preferible no ir al juez en busca de compensaciones porque en verdad habremos recibido lo que merecemos, en virtud de nuestras pasadas o presentes actuaciones. No es Dios el que nos envía el ladrón, el asesino, el difamador, para infringirnos un supuesto castigo, sino que es nuestro comportamiento al margen de las reglas divinas lo que ha generado la desgracia que nos aflige.
En la antigua ley, se castigaba a los criminales aplicándoles la Ley del Talión, para evitar así que sus crímenes repercutieran sobre otras vidas y resultaran un obstáculo para su evolución.
Cristo abolió esa ley, sustituyéndola por la prerrogativa del perdón y, por consiguiente, el perdón debe ser ejercido por quienes pretenden penetrar en el Reino del Padre.
Primero, porque la violencia que nos viene de los demás es siempre merecida y en segundo lugar porque al perdonar a nuestros verdugos, evitamos que la violencia recaiga a su vez sobre ellos y eliminamos veneno del universo.
Jesús advierte a los jueces profesionales o privados que serán juzgados con las mismas medidas con que ellos juzgan. Esto significa exactamente que el juez, en una nueva existencia, puede verse en el pellejo del delincuente y que este podría ser a su vez el juez que lo juzgue, más vale pues no ser juez.
Precisemos: no es que, por mandato divino, quien es juez en una vida se vea obligado a ser delincuente en la siguiente, sino que la Ley de Consecuencia lo colocará en una situación tan critica que quizá llegue a considerar que la mejor forma de salirse de ella, sea delinquir. Entonces comprenderá lo que genera la delincuencia y ya no volverá a juzgar nunca más.
Por idénticas razones deberíamos evitar, en lo privado, formular juicios sobre los demás, porque hacerlo significa que no comprendemos aquello que criticamos y eso que no comprendemos, lo tendremos que vivir, puesto que por la vía intelectual o la emotiva no somos capaces de asimilarlo.
En el próximo capítulo hablaré de: la paja en el ojo ajeno
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