Matar la religión de raza
Cuando nace el individuo, muere la colectividad, en el sentido de que el individuo, en la medida en que se siente fuerte y pujante, no obedecerá más leyes que las que emanan de su propio interior. Por ello, la religión de raza, de grupo, debe matar al individuo si no quiere que el individuo la mate a ella.
Planteadas así las cosas, podría parecer que los distintos aspectos de la divinidad luchan entre sí para que sus criaturas sean de una manera o de otra. Pero veamos cómo se presenta la situación humana en esta fase de su desarrollo.
En un momento de su devenir evolutivo, el ser humano recibe el cuerpo mental. La Biblia nos describe este acontecimiento a través de la historia del pueblo elegido sobre el que cae el Maná del cielo en su tránsito por el desierto. En este momento el ser humano recibe una mente, que forzosamente se encuentra en estado infantil, mientras que su cuerpo de deseos, recibido anteriormente, es fuerte y pujante. Con la mente, puede captar y comprender las reglas que presiden en el funcionamiento del mundo; pero, por un lado, necesita tiempo para aprenderlas, por otro lado, sus deseos, no integrados a la voluntad cósmica, luchan contra esas reglas, intentando modificarlas y negándose a obedecerlas.
¿Qué puede hacer la divinidad para ayudar al ser humano en tal situación? Lo que hizo, enunciar esas reglas de manera inapelable, diciéndole al ser humano: o las cumples o morirás. Esto no significa una amenaza, sino el anuncio de una realidad inamovible. Es como si le dijéramos a una persona que se dispone a arrojarse a un fuego: “Si lo haces, te vas a quemar” o al que va a precipitarse en un abismo: “Si te tiras, te destrozas y mueres.
Así fue como el Dios de la Ley impuso al ser humano un código de normas morales que no podían ser vulneradas so pena de caer en la desgracia, el dolor y la muerte. Por ello la norma moral esconde siempre una regla del funcionamiento cósmico; una regla que el ser humano no podía comprender cuando el código de Jehovah le fue entregado.
Una vez que el cuerpo del pensamiento se ha formado; que el cuerpo de deseos se ha integrado a la voluntad del Ego Superior, ya no es necesario que el ser humano tenga a su lado a un Dios-nodriza que vele por él colectivamente. Tiene que individualizarse y encontrar en él mismo la norma, Jehovah no puede regir eternamente y de la misma forma que el niño tiene que ser destetado, le viene al ser humano el momento en que ha de sentirse él mismo universo, libre e independiente de todo cuanto le rodea.
Cuando esto sucede, al estar sus deseos integrados a la voluntad del Ego, al ser uno con el Padre, como Hochmah y Kether, Padre e Hijo son uno, se siente al mismo tiempo unido a todos los demás seres humanos, en los cuales ha estallado igualmente la unidad.
Así pues, su individualización no significa una insolidaridad respecto al grupo, sino al contrario, la fusión absoluta con él, no como una imposición de la ley social, dictada por la divinidad, sino como una opción personal, emanada de su propia voluntad, con tanta fuerza, con tan irreversible entrega, que siente al otro más real que sí mismo, y realizar la voluntad del otro es para él una necesidad más acuciante que realizar la suya propia. Entonces se produce en él el placer de la entrega y le dice al otro: “Aquí tienes mi dinero, mis posesiones, mi saber, mi sentir, mi tiempo, mi cuerpo…, utilízalos como quieras porque los conocimientos, las experiencias, el placer que con lo mío puedas experimentar, serán mi conocimiento, mis experiencias y mi placer”.
Cuando el deseo del otro, el propósito del otro, cuenta más que el nuestro propio, es cuando podemos decir que la personalidad crística ha penetrado en nosotros hasta el tuétano.
En el próximo capítulo hablaré de: ver la unidad
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