Los servidores y el dueño
“Pedro le preguntó: Señor, ¿es a nosotros o a todos que diriges esta parábola? El Señor contestó: «¿Quién es pues el administrador fiel prudente, a quien pondrá el amo sobre su servidumbre para distribuirle la ración de trigo a su tiempo? Dichoso ese siervo a quien el amo, al llegar, le hallare haciendo así. En verdad os digo que lo pondrá sobre todos sus bienes, pero si ese siervo dijere en su corazón: mi amo tarda en venir, y comenzase a golpear a siervos y siervas, a comer, beber y embriagarse, llegará el amo de ese siervo, el día que menos lo espera y a la hora que no sabe, y le mandará azotar y le pondrá entre los infieles. Ese siervo que, conociendo la voluntad de su amo, no se preparó ni hizo conforme a ella, recibirá muchos azotes. El que no conociéndola hace cosas dignas de azotes, recibirá pocos. A quien mucho se le da, mucho se le reclamará, y a quien mucho se le ha entregado, mucho se le pedirá«. (Lucas XII, 41-48).
En ese punto de la enseñanza, Jesús establece una distinción entre los servidores que han conocido al dueño y los que no lo han conocido nunca, y dice que serán exigidas más responsabilidades a los primeros que a los últimos.
En el correr de las vidas, ciertas personas han vislumbrado un día al Ego Superior, a su divinidad interna y han conocido los misterios de la organización cósmica. En otras ocasiones esto sucede en una misma vida. Luego, al volver al mundo físico, han encontrado complacencia en los placeres materiales y se han puesto a maltratar a los servidores del Ego Superior, esto es, a las tendencias que en el fuero interno sostienen y sirven la espiritualidad, comiendo, bebiendo y embriagándose.
Cuando se ha conocido al Ego Superior, ese encuentro se inscribe en el libro de oro de la conciencia y ya nunca más se borra de ella, por ello a esta persona puede exigírsele una responsabilidad que no se pide a quienes no han grabado aún en sus conciencias la imagen del Ego Superior.
El servidor indigno que, habiendo conocido a su Señor, no lo respeta, recibirá un gran número de golpes, mientras que para quien comete errores por no tener grabado en su conciencia el código de lo verdadero, su castigo será más leve.
En nuestra vida profana se suele decir que la ignorancia de la ley no exime de su cumplimiento. Sin embargo, Jesús nos dice que una misma falta exigirá mayor o menor castigo según el grado de conciencia alcanzado por el que la comete. Diciéndolo así, parece como si un dios caprichoso aplicase discriminadamente sus propias leyes. Pero si contemplamos las cosas teniendo en cuenta la organización cósmica, vemos la lógica de que esto sea así.
Anteriormente hemos visto que los ingenieros que construyen nuestro cuerpo del pensamiento cambian la composición de nuestros átomos cuando hay en nosotros una demanda de espiritualidad. ¿Qué ocurrirá si después de haber efectuado ese cambio, la persona vuelve a encontrar complacencia en lo inferior? Ocurrirá que aquella nueva estructura atómica no sirve para nada y que deberán proceder a su reordenación. Es natural que pasen la factura por sus trabajos.
Si en nuestra vida ordinaria llamamos a los obreros para que reordenen nuestra casa, derriben un tabique aquí, levanten una pared allá, instalen nuevos servicios y pongan un nuevo mosaico y les pagamos la factura por su trabajo. Y si una vez realizado todo esto preferimos lo anterior y les pedimos que vuelvan a ponerlo de nuevo todo tal como estaba, tendremos que pagarles otra vez por sus trabajos. Pero además de cobrar, harán su labor a disgusto porque a nadie le gusta que se le utilice para nada.
Igual sucede con los servicios solicitados a los obreros del más allá. Cuando hemos recibido mando del Señor; cuando sabemos, somos conscientes de que este Señor existe y que puede aparecer de un momento a otro en la casa, nuestro comportamiento debe estar a la altura de la posición alcanzada y no descender a viejos estados anímicos ya superados. Si este descenso se efectúa, necesitaremos un redimensionamiento interno y contraeremos una deuda que nuestra alma deberá pagar.
Dijimos anteriormente que las entidades atómicas constituyentes de nuestros cuerpos que no han recibido su salario, por no haber permitido dar frutos a las potencias espirituales trabajando en ellas, se niegan, en una próxima vida, a formar parte de nuestro organismo. Algo parecido ocurre cuando esas entidades son desalojadas de nuestro cuerpo de deseos o mental, para volver a ser llamadas después y desalojadas nuevamente.
Cuando son necesarias esas grandes maniobras, cuando los obreros que cargan y descargan los materiales atómicos están entrando y saliendo de nuestra estructura interna, cuando nuestra casa está en obras, las fuerzas espirituales nos abandonan, en espera de que aquello se estabilice y nos quedamos desocupados, ausentes, sin el aliento que nos permite marchar por la vida con paso firme, sabiendo a donde nos dirigimos. En ese estado vacilante, recibimos de todas partes azotes.
En el próximo capítulo hablaré de: la higuera
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