Las relaciones con la divinidad
“Oíd otra parábola: Un padre de familia plantó una viña, la rodeó de una cerca, cavó en ella un lagar, edificó una torre y la arrendó a unos viñadores, partiendo luego a tierras extrañas. Cuando se acercaba el tiempo de los frutos, envió sus criados a los viñadores para recibir su parte. Pero los agricultores, agarrando a los siervos, a uno lo golpearon, a otro lo mataron y a otro le apedrearon. De nuevo les envió otros siervos en mayor número que los primeros, e hicieron con ellos lo mismo. Finalmente, les envió a su hijo, diciendo: respetarán a mi hijo. Pero los agricultores, cuando vieron al hijo, se dijeron: es el heredero; vamos a matarle, y tendremos su herencia. Y agarrándole, le sacaron fuera de la viña y lo mataron. Cuando venga pues el amo de la viña, ¿Qué hará con estos viñadores? Le respondieron: Hará perecer de mala muerte a los malvados y arrendará la viña a otros viñadores que le entreguen los frutos a su tiempo. Jesús les respondió: ¿No habéis leído alguna vez en las Escrituras: la piedra que los edificadores habían rechazado, esa fue hecha cabeza de esquina; del Señor viene esto, y es admirable a nuestros ojos? Por eso os digo que os será quitado el Reino de Dios y será entregado a un pueblo que rinda sus frutos. Y el que cayere sobre esta piedra se hará trizas, y aquél sobre quien cayere será triturado. Oyendo los príncipes de los sacerdotes y los fariseos su parábola, entendieron que de ellos hablaba, y queriendo apoderarse de él, temieron a la muchedumbre, que le tenía por profeta”. (Mateo XXI, 33-46. Marcos XII, 1-12. Lucas XX, 9-18).
En esta parábola Jesús traza un esquema de las relaciones de los seres humanos con la divinidad. Ese padre de familia es el Dios creador de nuestro sistema solar, que plantó esa viña que es el universo, rodeada del cerco llamado Zodiaco. La torre edificada es nuestro planeta Tierra, del mismo modo que edificó otras torres, que son los demás planetas de nuestro sistema solar. Esa morada humana es arrendada a unos viñadores, que son el género humano a quienes confió la propiedad, con la obligación de cederle parte de los frutos.
A lo largo de estos capítulos, ya hemos visto que cuando utilizamos los servicios de una determinada entidad espiritual, tenemos que abonarle parte de los beneficios obtenidos con la fuerza que nos ha prestado. Este uso se ha generalizado en nuestra sociedad, puesto que imitamos en todo al modelo cósmico, y así vemos que pagamos intereses por el capital prestado y en los arriendos de tierra, el labrador entrega parte de la cosecha al propietario. Si el Padre, no solo nos ha puesto la viña, sino que hasta nuestro propio ser ha sido elaborado con su esencia, es evidente que le debemos parte del fruto obtenido con nuestro trabajo. Nada extraño pues que al acercarse la época en que la viña tenía que dar sus frutos, el señor de la viña mandase sus criados para recoger lo que le correspondía.
Esos criados son los Coros angélicos, los cuales, de acuerdo con las instrucciones del padre de familia, eligen los hombres apropiados para representarlos en esa misión. Esos hombres son los Profetas, llamados muchas veces en las Escrituras «los enviados de Dios«. Esos profetas murieron a menudo de mala muerte y Jesús lo recordó más de una vez a los príncipes de los sacerdotes, escribas y fariseos.
Los profetas aparecían entre el pueblo de Israel para anunciarle todos los males que iban a sucederle si no cumplía con los compromisos establecidos con el patrón de la viña. Y al pueblo le era más fácil acallar esas voces molestas golpeando, matando o apedreando al profeta, que pagar el tributo debido al Señor de la tierra.
La muerte del Profeta es el resultado de un drama interno que primero acaece en nuestro micro ser humano antes de escenificarse en el exterior. En efecto, en nuestra organización interna, también el Señor de la viña manda de vez en cuando a sus criados, en el tiempo de los frutos, con el anuncio de que debemos darle su parte. Al estudiar la organización de los mecanismos internos, hemos visto que es nuestra propia personalidad la que llama a las Fuerzas espirituales que han de permitirle satisfacer sus propósitos. Pero no son las únicas fuerzas activas en nuestros cuerpos, sino que comparten los vacíos con los enviados divinos, que aparecen en tiempo oportuno para recordarnos los compromisos con el señor de la viña y, en este caso, la viña somos nosotros, cada uno de nosotros en su micro individualidad.
En lugar de pagarles el tributo, procuramos eludirlos y es entonces cuando ellos profetizan lo que ha de ocurrirnos si persistimos en esa actitud. Para acallar esas voces incómodas, nuestros agricultores, es decir, las tendencias que trabajan para la satisfacción de nuestra personalidad episódica, dan muerte al profeta, o bien lo dejan maltrecho y fuera de combate, o lo apedrean, es decir, elaboran una teoría con sus palabras para la propia satisfacción, en lugar de darles el fruto que vienen a buscar.
2La respuesta del Señor de la viña a esa agresión, es la de mandar un gran número de siervos, a fin de que sus voces tengan más peso, pero la parábola nos dice que los agricultores hicieron con ellos lo mismo. Esta segunda respuesta es la del amor, la elaborada por Hochmah. Ante el fracaso de la nueva embajada, viene la del sacrificio, la elaborada por Binah, y el señor de la viña manda a los agricultores a su propio hijo, que es tratado de la misma manera que los siervos y será finalmente su sangre, esparcida por la viña, la que, con su alta vibración, expulsará a los malvados agricultores, o sea, expulsará a las fuerzas internas que los inducían a dar muerte a los enviados del Señor de la viña y a su heredero.
Ese proceso interno, que consiste en dar muerte al Padre, o a sus representantes, para heredar la viña, ha sido recogido por las distintas mitologías, y vemos como la griega lo plasmó en la historia de Edipo, ese tenebroso rey de Tebas, que dio muerte a su padre y se casó con su madre, la cual representa en esa historia a la viña, ciñéndose la corona de un reino corrompido, hasta que la fuerza de las cosas lo arrojaría de esa viña, en la que quiso reinar.
El psicoanálisis descubrió que esa dinámica era algo muy real y que algunos hombres vivían intensamente en sí mismos el drama de los agricultores que dan muerte al Señor de la viña o a sus representantes legales o, lo que es lo mismo, el drama de Edipo. Es un drama que afecta muy particularmente a los que nacen con un signo de Tauro fuerte y sienten un amor tan intenso por la viña, que no están dispuestos a compartir sus frutos con nadie.
Así pues en esa parábola encontramos la escenificación de un drama que tiene en nuestros días su plena vigencia y si Freud hubiese sido un lector avezado de las Sagradas Escrituras, en lugar de haber bautizado su complejo con el nombre de Edipo, pudo haberlo llamado complejo de los viñadores, y hubiese estado así más cerca de la verdad, porque quien lo sufre, no es con su madre que quiere desposarse, sino con la madre tierra, portadora de los más sabrosos y variados frutos.
La única forma de conservar la viña consiste en pagar un tributo al propietario. Ese tributo es la piedra angular de la edificación en firme del edificio humano. Es decir, la historia del hombre empieza cuando se vincula voluntariamente a lo superior; cuando reconoce los derechos de ese señor de la viña que actúa en lo más alto de su entidad humana, y los satisface con prontitud. A partir de entonces podrá acumular piedra sobre piedra, porque lo de arriba es lo que da solidez a lo de abajo. Mientras esa subordinación no se establece, lo que una tendencia construye, será derribado por otra porque los criterios no son unitarios y cada uno tiene «ideas» que no son compartidas por los demás. Los malvados viñadores tendrán que abandonar la viña y otros vendrán quizá tan malvados como los primeros, y también perecerán de mala muerte, hasta que se instalen en la viña unos agricultores que reconozcan que el Señor de la viña es la piedra que sostiene todo el edificio.
Cristo es la piedra angular de un mundo que no está sometido a la degradación; de un mundo que ha de permanecer. Cuando ese mundo aparece, moviliza contra él a los que viven en el mundo de perdición donde las ruinas acaban instalándose en los edificios más sólidos, pero por grandes que sean sus esfuerzos por destruir ese nuevo universo, solo consiguen consolidarlo. Matarán a los primeros anunciadores del Reino; matarán a los que, más numerosos, aparecerán después; matarán al Heredero, y cuando creerán haber heredado ellos el Reino, se verán aniquilados por las propiedades regeneradoras de la sangre inocente.
La piedra angular los hará trizas y el Reino de Dios, que creían haber conseguido, les será arrebatado. De ahí que el complejo del viñador, o de Edipo, sea tan solo una etapa, una peripecia en el camino de la construcción de ese edificio llamado ser humano.
En el próximo capítulo hablaré de: el hombre sin traje de bodas
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