La virtud que no lo es
«Los que me dicen: ¡Señor, Señor!, no todos entrarán en el Reino de los cielos, sino solo aquellos que hacen la voluntad de mi Padre que está en los cielos. Muchos me dirán en ese día: Señor, Señor, ¿acaso no hemos profetizado en tu nombre? ¿No hemos arrojado los demonios en tu nombre? ¿No hemos hecho nuestros milagros en tu nombre? Entonces yo les diré abiertamente, jamás os conocí, retiraos de mí, vosotros que cometéis iniquidad«. (Mateo VII, 21-23).
Cristo se dirige en esos términos a los que usurpan su nombre para manifestar su identidad de cristianos. Cuando una virtud necesita ser ensalzada, es que no es tal virtud, o por lo menos no ha llegado a su estado de madurez final.
Jesús no reconoce como suyos ni a los profetas, ni a los exorcistas -a los que arrojan los demonios -, ni a los milagreros. Sin embargo, curar a los enfermos fue lo primero que hizo Jesús y, por consiguiente, lo primero que deben hacer sus discípulos ¿Cómo debemos entender la enseñanza contenida en ese punto?
Veamos primero lo relacionado con los profetas. Los profetas conocieron su esplendor en el Antiguo Testamento. Las más bellas páginas de la Biblia han sido escritas por ellos, anunciando las miserias y el esplendor del alma humana en su despliegue hacia la espiritualidad. El anuncio de lo que viene es de gran utilidad mientras se está en el camino y, ciertamente, ningún automovilista se quejará de encontrar en las carreteras señales indicadoras de las curvas, los peligros de derrumbamientos, las recomendaciones de velocidad, etc.
Mientras nos encontramos peregrinando hacia el Reino, el profeta, el que puede orientarnos de algún modo sobre lo que nos espera, es de gran utilidad, pero en cuanto hemos llegado a los dominios del Padre, el profeta ya no tiene razón de ser: se convierte en un personaje anacrónico, en un representante del pasado, porque hemos alcanzado la meta y ya no hay más camino por delante que profetizar.
Esto no significa que nuestra vida vaya a ser una página en blanco, sino todo lo contrario. Pero una nueva vida habrá empezado para nosotros y en ella expresaremos la voluntad del Padre, es decir, esa voluntad guiará nuestros resortes humanos hacia los puntos en que nuestra acción pueda ser útil. Toda apetencia humana habrá desaparecido de nuestro interior y la ayuda que prestemos a los demás consistirá en iluminarles el camino para que ellos mismos puedan ver las acechanzas, pero no vaticinarles lo que les va a ocurrir ni indicarles cómo sortear los peligros, porque son ellos mismos quienes han de tomar conciencia de las particularidades de su camino y maniobrar adecuadamente.
Por consiguiente, el discípulo no debe ir en busca del profeta, no debe buscar que le adivinen el porvenir, ni que le digan lo qué tiene que hacer en una situación determinada, sino, por el contrario, buscar la luz del conocimiento y con esa luz absorbida, interiorizada en él, resolver sus problemas humanos.
Añadamos, sin embargo, que el profeta, el anunciador de lo que viene, el indicador de los accidentes del camino, tiene su utilidad para los que se encuentran en «la noche oscura«, como diría San Juan de la Cruz, pero el profeta no es una figura cristiana, no debe engañarse a sí mismo, porque si cree ser lo que no es, se encontrará un día desagradablemente sorprendido, cuando Cristo, desde su interior, clame: «Yo jamás te conocí«.
El cristianismo no ha tenido profetas, y es por error por lo que han podido ser considerados así personalidades o entidades espirituales como San Malaquías, el Padre Pío, la Virgen de Fátima, Nostradamus u otros, todos los cuales han tenido el denominador común de anunciar guerras y catástrofes, sucesos que son ajenos por completo al Reino del Padre y que, por consiguiente, no pueden ser anunciados por una entidad, humana o divina, que proceda de él. Son los Luciferianos quienes se encargan de la administración de las guerras, las catástrofes y los castigos, y quienes los proclaman son sus portavoces en la tierra, vestidos a veces con los ropajes de la divinidad.
Los que arrojan los demonios del cuerpo, los taumaturgos y exorcistas, los curanderos, tampoco son figuras cristianas y ello por una razón bien sencilla: quienes han alcanzado el Reino, no necesitan de ninguna magia para curar los cuerpos o restablecer el orden en las psiques. Basta su presencia para que esto suceda de forma natural, sin llamar la atención. La curación se efectúa anónimamente, sin toque de trompetas. El curandero que hace gala de sus poderes, con consultorio abierto, o que se proclama como instrumento de Dios, es una figura perteneciente al antiguo orden, como el profeta. Tiene su utilidad social, como la tiene el profeta, pero no es un fruto del huerto del Padre y aunque a través de él sean muchos los que recuperen la salud, cuando se presente ante la divinidad para decirle que él ha actuado en su nombre, escuchará la misma respuesta: «Yo jamás te conocí«.
Nos queda por considerar al autor de milagros. Ya vimos cómo Jesús tomó la firme resolución de no utilizar las leyes activas en su mundo, en el curso de su ministerio humano, sometiéndose voluntariamente a las leyes de la Tierra. Tal y como lo hizo él, hemos de hacerlo nosotros.
Podemos llamar milagro toda alteración de los procesos naturales en el desarrollo de cualquier producto. En el Mundo del Deseo, donde la dimensión tiempo no existe, una semilla puede convertirse en fruto en un instante, pero en el mundo físico tendrá que pasar por los cuatro periodos mencionados. No se puede alterar ese orden natural porque el objetivo de la vida no es el de conseguir resultados rápidos y espectaculares, sino el de realizar las experiencias que corresponden a cada etapa.
Si le servimos a una persona en bandeja un fruto que no ha sido elaborado por ella, la estamos frustrando de las experiencias que habría obtenido gracias a la elaboración de ese fruto.
Esto nos lleva a la conclusión de que todo sistema político elitista, según el cual los más eficientes se encargan de resolver los problemas de los menos eficaces, es un sistema erróneo, ya que no deja que las personas vivan plenamente las etapas que les permitirían hallar las soluciones, las cuales les son ofrecidas como por arte de milagro.
Hoy vivimos en una sociedad que «padece» una serie de inventos que no comprende ¿Quién comprende los mecanismos en virtud de los cuales las imágenes aparecen en el televisor o por qué artificio la voz acude al aparato de teléfono? Vivimos rodeados de objetos que son para nosotros milagrosos, es decir, que producen unos efectos que no podemos explicarnos. Por ello el autor medieval de milagros ha desaparecido, sustituido por el científico que produce los milagros a escala técnica.
El milagro permite gozar de algo que no es el fruto de la propia experiencia y como el goce es el polo opuesto del dolor, ese goce de algo que no se ha elaborado ha de conducirnos a un dolor, es decir, a vivir la experiencia material que aquello produce.
El milagro técnico no es distinto del milagro anímico, del que se realiza con las fuerzas mentales, trátese de hipnosis, lavado de cerebro, acción tranquilizadora artificial, etc.
Toda alteración de la realidad mediante una intervención sobrenatural es ajena al proceder del cristianismo y quienes la producen, aún animados de las mejores intenciones, se oirán decir: «Yo no te conozco, aléjate de mí«.
Dicho de otro modo, es preciso pasar por las experiencias mientras transitamos por la columna de la izquierda y así, el invento del teléfono no será suficiente para que yo aprenda a comunicar. Así vemos que en un mundo lleno de teléfonos, cada vez hay menos comunicación y la gente rompe relaciones a través de un simple WhatsApp. Ahora tenemos la inteligencia artificial, que es la que se antepone a la inteligencia natural, la que proviene de la experimentación que se produce cuando llevamos una experiencia a sus últimas consecuencias.
En el próximo capítulo hablaré de: el mensaje del tercer cerdito
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