La llegada a Getsemaní
“Llegaron a un lugar llamado Getsemaní y Jesús dijo a sus discípulos: sentaos aquí y orad para no entrar en la prueba. Tomando consigo a Pedro, Santiago y Juan, comenzó a sentir temor y angustia, y les decía: triste está mi alma hasta la muerte; permaneced aquí y velad. Adelantándose un poco, cayó en tierra y oraba que, si era posible, pasase de él aquella hora. Decía: Abba, Padre, todo te es posible, aleja de mí este cáliz; más no sea lo que yo quiero, sino lo que tú quieras. Se le apareció un mensajero del cielo que le confortaba. Lleno de angustia, oraba con más instancia y sudó como gruesas gotas de sangre, que corrían hasta la tierra”. (Lucas XXII, 39-44. Marcos XIV, 32-36. Mateo XXVI, 36-39).
He aquí al Hijo del Hombre en la prueba, en ese mítico Getsemaní – cuya traducción corriente es prensa de aceite – donde el aceite, la sustancia que emana de la columna de la derecha, es presurado, exprimido hasta la última gota para poder ser derramado sobre lo establecido y hacer que su engranaje se acelere, como sucede con las máquinas, que dejan de chirriar y atascarse cuando se les pone aceite. Del mismo modo que el Padre pone toda su esencia, su voluntad en juego para que el mundo no se pare, el Hijo debe poner igualmente en juego todo su aceite para que la vida circule con fluidez, para que las bisagras no chirríen y todo se desarrolle sin sobresaltos, sin brusquedades, incluso sin que notemos que nos encontramos en un vehículo en marcha.
Al llegar a la montaña del dolor y de la traición, Jesús divide a los suyos en tres grupos. A los primeros, los deja sentados, diciéndoles que recen. Toma consigo a Pedro, Santiago y Juan, los dos hermanos, y los sitúa un poco más lejos, pidiéndoles que velen, mientras él se aleja aún más para orar y pedir al Padre que, de ser posible, aleje de él el cáliz amargo que está a punto de beber. Los sentados, los que velan y el maestro solitario: así han de situarse nuestras fuerzas espirituales en la hora final. Jesús los dispuso así para que no cayeran todos en la misma emboscada que iban a tenderles los hombres de la sinagoga. Si el Maestro ha de ser aprisionado, si ha de fundirse en las tinieblas para que en ellas pueda penetrar la luz, es preciso que sus discípulos permanezcan para testimoniar de su obra.
A cualquiera que desee ser discípulo del Maestro le toca seguir el mismo recorrido, y en el momento final de ese camino, cuando la persona ya ha establecido comunicación con el Padre, cuando ha elevado la vista hacia el cielo, cuando ha observado el perfecto discurrir del cosmos y le ha sido explicada su organización; cuando ya no pertenece al mundo, tiene que dejar algo de sí mismo en el mundo. Nuestro ser espiritual debe dividirse en tres partes, como de tres partes se compone la divinidad.
En el sacrificio que se aproxima, solo la parte correspondiente al aspecto Hijo debe ser aprehendida; es decir, lo que hay en nosotros de amor-sabiduría, y que corresponde al segundo aspecto de la divinidad, a Hochmah. En efecto, una parte de nuestro ser espiritual ya está asentada en el mundo, es la parte que corresponde a Binah, representada en esta noche por el grupo de los sentados. Esta parte ha de permanecer bien anclada y vigilante, imbuida de las leyes que Binah enseña.
La otra parte, la que permanece en vela, representa la que aún no ha sido ejercida, o sea la voluntad creadora, atributo del Padre que todavía requiere de más desarrollo en nosotros. Por ello, como veremos en la secuencia siguiente, esa parte se duerme en lugar de velar. La parte representada por Cristo es la que hemos estado desarrollando a lo largo de nuestro historial sagrado y, por consiguiente, es la parte que debemos difundir en el mundo, es ese aceite que debe ser derramado sobre todos los alimentos para que forme parte intrínseca de ellos. Es preciso que esa porción de amor-sabiduría penetre en la tierra para hacerla propicia al florecimiento de nuevas simientes. Cuando este sacrificio del amor se haya consumado, cuando Tierra y Amor sean una misma cosa como lo son las lentejas y el aceite que tenemos en el plato de nuestra mesa, entonces ya no será posible amar un producto en particular de esta Tierra, porque, al estar nuestro amor disuelto en ella, la amaremos en su totalidad. El amor difuso hacia todo nos convierte en una fuente de amor, cuyas aguas, en su transcurrir, lo fecundan todo sin que se pida a la vida nacida de esas aguas un tanto por ciento de los beneficios obtenidos con ella: somos el manantial que da sin recibir nada a cambio.
En el próximo capítulo hablaré de: Sentaos y orad
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