La hora ha venido
“Así habló Jesús: Elevó los ojos al cielo y dijo: Padre, la hora ha venido. Glorifica a tu hijo para que tu hijo te glorifique. Tú le has dado poder sobre toda carne, a fin de que, lo que tú le has dado, él les dé: la vida eterna. Tal es la vida eterna: penetrarte a ti, el único y verdadero Dios, y al que tú has enviado, Jesucristo«. (Juan XVII, 1-3).
Así empieza el capítulo XVII del Evangelio de Juan, el que señala los trabajos de la hora Phe, los trabajos de la estancia diecisiete. Ha llegado el momento en que la vista ha de elevarse hacia el cielo y en que se nos invita a iniciar el diálogo con el Padre Eterno del Universo. Hemos visto que en la estancia dieciséis, de la que nos ocupamos en los anteriores capítulos, de lo que se trataba era de elevar los sentidos. Aquí es la palabra la que ha de ser dirigida al eterno Dios, conservando, claro está, la mirada, y con ella los demás sentidos, proyectada hacia lo alto.
Permanecer con la mirada levantada, tal es la premisa esencial en esa etapa del camino. Antiguamente, cuando los padres sermoneaban a sus hijos, solían decirles: «procura que jamás me vea obligado a bajar la vista por ti«. Tener que bajar la vista era considerado como la más grande de las humillaciones. El ser digno era el que podía andar con la mirada alta, y que duda cabe que no resulta demasiado fácil para la persona de la ciudad, encerrada en su coche, emparedado en las calles entre dos bloques de cemento. En nuestro itinerario humano, ha de llegar la hora en que, elevando los ojos al cielo, hemos de iniciar el diálogo con nuestro ser divino.
Jesús enseñó a sus discípulos a establecer relaciones personales con la divinidad; les enseñó que Dios se manifiesta en cada criatura como un Padre, que convive en nuestra propia casa humana y, por consiguiente, no es necesario buscarlo en las manifestaciones colectivas de carácter racial, sus dictámenes tampoco nos llegan a través de una casta que supuestamente Dios habría elegido para comunicarse con el resto de los seres humanos.
Todo ello fue válido durante una época, mientras dura el mandato de Jehovah, el Dios de la izquierda que, de acuerdo con las reglas de Binah, dividió el mundo en compartimentos y creó y organizó la casta sacerdotal para, a través de ella, llevar los hombres a la obediencia.
La mayoría de las Iglesias, con sus jerarquías, sus ritos, sus dogmas, constituye una reliquia del imperio de Jehovah. En ellas se habla de Cristo y del Padre, se leen las Escrituras, pero su forma de proceder no es la de Cristo, sino la de Jehovah. Es una fuerza mediatizadora, pretendiendo intermediar entre Dios y el ser humano. Sin embargo, cuando Dios aparece en nuestra conciencia bajo el aspecto de un Padre y nosotros asumimos el papel del hijo, no cabe intermediación alguna.
En nuestra sociedad humana, ¿hay acaso alguien que esté más próximo al padre que su propio hijo? Si el hijo necesita algo de su padre, ¿acaso no se lo pedirá directamente? Y el padre, ¿no estará más dispuesto a dar lo que el hijo le pide al mismo hijo, que si va a pedírselo en su nombre una organización social cualquiera?
En el próximo capítulo hablaré de: dejar de mirar abajo
Deja una respuesta
Lo siento, debes estar conectado para publicar un comentario.