La cosecha es grande y los obreros son pocos
“Viendo la muchedumbre, Jesús se sintió tocado de compasión por ella porque se encontraba lánguida, abatida como los rebaños que no tienen pastor. Y entonces dijo a sus discípulos: La cosecha es grande y los obreros son pocos. Rogad pues al dueño de la cosecha que mande obreros a su cosecha. Luego llamando a sus doce discípulos, les dio el poder de arrojar a los espíritus impuros y de curar toda enfermedad«. (Mateo IX 36‑38).
Vemos aquí cómo los poderes de Cristo son transferidos a sus discípulos delante de la multitud lánguida y abatida. El abatimiento y la desorientación como los que estamos viviendo actualmente, provocan la compasión de Cristo y este da poderes a sus más inmediatos seguidores.
Ya vimos al estudiar la posición de Tiphereth, el centro 6 en el Árbol Cabalístico, que ese centro crístico se encontraba situado de tal modo que al precipitarnos en el mundo de las sombras en su máxima densidad, aparecía la luz. Así, cuando los seres humanos parecen rebaños sin pastor, Cristo llama a sus discípulos para que rueguen al dueño de la cosecha, a fin de que este envíe obreros cualificados y después reciben el poder de redimir a los abatidos y desorientados.
Hemos visto que la historia de Cristo es nuestra propia historia interna, y quizá hoy somos el hombre languideciente y abatido y mañana o un día más o menos lejano seremos los discípulos, antes de convertirnos en el Maestro y entrar en el Reino como hijos legítimos del Padre. Cuando pasemos por la fase del discipulado, empezaremos por formar parte de los setenta y dos para luego ir reduciendo la distancia y entrar en el cenáculo de los doce. Cuando estemos en él, un día Cristo nos llamará para sacar de su abatimiento a la muchedumbre y recibiremos los poderes que nos permitirán arrojar al espíritu impuro de los seres humanos y restablecer su salud perturbada, ambas cosas siendo en el fondo la misma.
Significa que en un momento dado sentiremos que ya estamos preparados para ayudar a los que nos rodean a avanzar, que haremos que se sientan bien en contacto con nosotros.
Que nadie espere que esa llamada sea un grito estridente que viene del exterior. La llamada se produce en nuestra naturaleza interna y se manifiesta como un afán de aportar a los abatidos la esperanza y la fe en sí mismos. El espíritu impuro al que se refiere Cristo y que es preciso arrojar de los cuerpos, no es una entidad errante y maldita, que se haya alojado en el interior de los seres humanos por accidente, sino que es una fuerza que actúa en el ser poco evolucionado porque está utilizando una calidad de combustible mediocre.
Ya sabemos que las entidades espirituales, es decir los ángeles, nos suministran el tipo y calidad de energía que consumimos en nuestros actos cotidianos, y si nos movemos en niveles bajos, en los placeres impuros, tendremos a nuestro servicio los espíritus impuros – ángeles caídos o luciferianos- que nos irán suministrando combustible para alimentar la acción. Es ese espíritu impuro el que deberemos arrojar de los cuerpos, pero para conseguirlo será preciso que actuemos sobre la voluntad de la persona, para que ponga fin a su modo de comportarse, alentándola para que adopte un comportamiento distinto. Entonces, no siendo necesario el suministro de aquel tipo de combustible, el espíritu impuro se irá y, siendo su actividad lo que producía el desorden en el organismo, la salud volverá al cuerpo.
Cualquiera que haya superado el nivel pasional y la necesidad de entregarse a prácticas degradantes, se encuentra en condiciones de arrojar los espíritus impuros. Ese servicio empezará, para cada uno de nosotros, a partir del momento en que sintamos la llamada en nuestro interior.
No se trata aquí de realizar solo un trabajo simbólico, de enviar un pensamiento al aire o de realizar un ritual. Se trata de llevar a cabo un trabajo real, un trabajo humano de contacto.
A lo largo del itinerario de Cristo, vemos como algunos rehuían esa llamada, bien porque tenían que “enterrar a sus muertos” o porque tenían “negocios que atender”. Hoy por hoy, todos tenemos muertos que enterrar y negocios que atender, y si aspiramos a una próxima entrada en el Reino, es preciso que sepamos compaginar nuestra actividad material con ese trabajo humano de levantar el ánimo de la multitud abatida, liberándola de los espíritus impuros. Ese trabajo humano ha de ocupar un día todo nuestro tiempo, todos nuestros pensamientos, todos nuestros deseos.
En el próximo capítulo hablaré de: no predicar en el desierto
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