El universo provee
«Es por ello que os digo: no os inquietéis por vuestra vida, o por lo que vais a comer; ni por vuestro cuerpo, de cómo iréis vestidos. La vida, ¿no es en sí misma más que los alimentos y el cuerpo más que el vestido?«. (Mateo VI, 25).
Cristo responde así a la pregunta que inevitablemente plantearán los que hayan escuchado el capítulo anterior. Si Emmanuelle deja de interpretar su personaje, ¿de qué comerá?, ¿Con qué se vestirá? Si el fabricante de papel deja de producir para las publicaciones obscenas, ¿de qué vivirán sus obreros? El hecho de que estas preguntas puedan plantearse de un modo serio, es decir, pertinente, expresa de por sí el nivel de degradación a que hemos llegado. Ya que plantearse esta cuestión equivale a decir, ni más mi menos, lo siguiente: «Si nos atenemos a las normas del Creador, ¿de qué vamos a vivir?»
Imaginemos que un gran empresario moviliza a millones de obreros para levantar fábricas y empresas en todo el mundo y que, una vez todo ha sido creado y organizado, contrata a otros millones de obreros para trabajar en esas fábricas y reuniendo a los obreros, les dice: «Ahora, como tenemos que vivir de nuestra actividad, destruid un poco todos los días estas fábricas y yo os iré dando un salario por vuestro trabajo destructor«. No cabe en la cabeza que tal cosa pudiera producirse. Pues eso exactamente es lo que estamos haciendo, destruyendo, con nuestro trabajo diario, nuestros organismos físicos y el medio que Dios nos ha dado para que desarrollemos en él nuestra vida. Pretendemos además que si ese trabajo destructor no se llevara a cabo, no tendríamos con qué alimentarnos ni con qué vestirnos. Nos matamos con el tabaco, con las grasas, con el alcohol, con los accidentes…
Procedemos como si Dios hubiera llenado el universo de criaturas para abandonarlas después, sin recursos, a una muerte segura. Sin embargo, si observamos el despliegue de la vida en este cuarto Día de la Creación en que nos encontramos, vemos que Dios ha previsto el alimento del ser humano, ya que la primera oleada de vida que apareció en nuestra tierra fue la mineral, después vino la oleada de vida vegetal, luego la animal y al final la humana, cumpliéndose la ley según la cual los últimos en aparecer son los primeros en el orden de la Creación. Cuando vinimos a este mundo, había ya en él todo lo necesario para vestirnos y alimentarnos.
Continúa contando Mateo: ”Mirad los pájaros del cielo, que no siembran, ni cosechan, ni almacenan nada en los graneros, y sin embargo Dios los nutre. ¿Acaso vosotros no valéis más que ellos? ¿Quién de vosotros, por sus inquietudes, puede añadir un codo a la duración de su vida? ¿Y, por qué inquietaros por el vestido? Ved como crecen los lirios en el campo, que no trabajan ni hilan, y sin embargo yo os digo que ni Salomón, con toda su gloria, fue vestido como uno de ellos. Si Dios reviste así la hierba de los campos, que hoy existe y mañana será arrojada al horno, ¿no os vestirá con mayor razón a vosotros, hombres de poca fe?«, sigue exhortando Jesús. (Mateo VI, 26 a 30).
Para apoyar sus afirmaciones anteriores, Cristo nos invita aquí a contemplar lo que ocurre en los demás reinos naturales donde, tanto los animales como las plantas van vestidos de forma adecuada para soportar los climas en los cuales la naturaleza los ha situado. Si las cosas son así en esos dominios, también lo serán en el reino humano, porque todo en la naturaleza obedece a las mismas leyes y si lo de arriba es como lo de abajo, lo que es verdad en el mundo mineral, lo es igualmente en el vegetal, el animal y el humano. Razonando por analogía descubriremos así el funcionamiento de los mecanismos cósmicos y podremos integrarnos en ellos.
La contemplación de lo que sucede en los demás reinos ha de sugerirnos la forma en que debemos vivir, ya que si lo hacemos de un modo natural, gozaremos de la protección que las leyes cósmicas ofrecen a las especies que viven según estas leyes. Si observamos los pájaros del cielo, vemos que Dios los ha dotado de unas alas proporcionadas al peso que deben propulsar. Cuando esos pájaros sienten apetencia por la tierra, cuando buscan de preferencia la seguridad del corral y no la libertad del cielo, sus alas pierden fuerza y se convierten, como en el caso de las gallinas, en meros aditamentos decorativos. Dios tampoco protege a las mariposas que vuelan sobre el mar, como tampoco salvó a ese tigre que se aventuró por las cumbres heladas del Kilimanjaro y cuyo cuerpo congelado fue descubierto por unos escaladores, suceso que inspiró a Hemingway uno de sus mejores relatos: Las nieves del Kilimanjaro.
Lo mismo sucede con las especies vegetales, que pierden sus virtudes si son plantadas fuera de su recinto natural. El fisioterapeuta Maurice Messegué cuenta en uno de sus libros cómo plantó en las cercanías de París campos enteros de hierbas medicinales para curar a sus clientes y relata cómo esas plantas, que crecían esplendorosas en su forma exterior, perdieron la virtud curativa.
Las leyes divinas dejan de proteger a las especies creadas en cuanto estas se alejan del medio ambiente en que fueron colocadas. Sobre este punto, podríamos hacer reflexiones muy pertinentes acerca de la validez de la ambición que propulsa a las gentes fuera de sus ámbitos naturales, pero ya hemos tratado este tema con anterioridad y cada cual puede sacar nuevas conclusiones sobre este punto.
«No os inquietéis pues y no digáis ¿qué vamos a comer?, ¿Qué vamos a beber?, ¿Con qué iremos vestidos? Ya que todas esas cosas, son los paganos quienes las buscan. Vuestro Padre celeste sabe que las necesitáis. Buscad primero el reino de Dios y su justicia y todas estas cosas os serán dadas por añadidura«. (Mateo VI, 31 a 33).
Cristo expresa así lo que acabamos de comentar y la verdad de ese axioma no se ve desmentida jamás. Muchos han sido los que han buscado ese reino y han vivido con dificultades antes de entrar en él, viendo después todos sus problemas solucionados.
En nuestra época, como ya hemos dicho algunas veces, son muy pocas las actividades laborales que no violenten algunas de las leyes de la Creación, o sea, pocas las que no constituyen un atentado contra la obra divina. Todo ello ha de producir una reacción en la naturaleza y, en verdad, ya se está produciendo. Si esas actividades contrarias a las leyes naturales cesaran de pronto, en el mundo habría centenares de millones de parados y la catástrofe sería aún mayor. Para evitar esa catástrofe, es preciso que el retorno al orden se efectúe de una manera progresiva y gradual y, ¿quién debe protagonizar ese retorno al reino si no somos nosotros, los que de algún modo sentimos la llamada del Padre eterno? De nosotros ha de partir ese «¡Basta!» redentor que ponga fin a nuestra participación en las prácticas corruptas de la sociedad.
Si esa actitud se inicia en nosotros como un designio, poco a poco se irá abriendo paso por nuestros sentimientos y un día será una exigencia, una necesidad que ineludiblemente deberemos satisfacer. Entonces veremos que el temor que abrigábamos de perder nuestros medios de vida era infundado y que, al contrario, disponemos de lo necesario para realizar nuestros justos propósitos.
Pero no os engañéis a vosotros mismos; no dejéis que vuestra vanidad o vuestro orgullo os digan: «Tú ya has llegado«. Son vuestras inclinaciones naturales, vuestras apetencias las que han de deciros que estáis en la justicia del Reino. Si ellas os llevan al sexo, al licor, al tabaco, al placer de los sentidos; si os conducen a juzgar a los demás, a enorgulleceros de ciertas conquistas espirituales, a tocar la trompeta para proclamar vuestras virtudes o vuestros conocimientos, es que estáis todavía en el camino, es que todavía no habéis alcanzado esa zona de seguridad en la que vive el lirio del campo y os encontráis como una ficha de parchís en pleno recorrido, expuestos en todo momento a ser «comidos» por el adversario.
Cuando sintáis la apetencia del reino, cuando esta sea más fuerte que todo lo demás, cuando madure y dé frutos, entonces vuestros vestidos serán más espléndidos que los de Salomón y todas las necesidades serán cubiertas por la providencia. Pero no olvidemos que es necesario un recorrido y una maduración para llegar a este punto. No se trata de lanzar todo lo que tenemos por la borda, de olvidarnos de las obligaciones familiares y de querer ser seguidores de Cristo. Es algo que debe nacer en nuestro interior e ir creciendo para que las circunstancias externas se acoplen a esta nueva necesidad.
«No os inquietéis pues por el mañana, ya que el mañana resolverá sus propios problemas. Bástale a cada día su afán». (Mateo VI, 34).
Así termina Cristo la segunda parte del más formidable tratado sobre el comportamiento que haya podido formularse jamás. Nos dice aquí que vivamos cada día como una unidad, como si aquel fuera el único día de nuestra vida, como si no tuviese un pasado ni un futuro.
En efecto, la continuidad de la existencia ya queda asegurada por el proceso normal de actividad del universo. Es decir, el bien que podamos haber realizado en una jornada ya se incorpora automáticamente a nuestro ser; su memoria permanece sin que tengamos que decirnos: «¡eh, que ayer obré bien!«.
Lo que no se incorpora es el mal, y es necesario un esfuerzo de nuestra parte para incorporar ese mal al comportamiento del nuevo día. Cada día es preciso recrear el odio, el rencor, los celos, los deseos perversos para que estos nos sigan y no se vean triturados por la fuerza de repulsión que los persigue. Si vivimos de acuerdo con las reglas naturales, todo esto quedará marginado, excluido de nuestra existencia.
Al despertar al nuevo día, olvidemos pues los reproches que hayamos podido formular en el anterior y tratemos a nuestros compañeros de vida como si acabáramos de conocerlos, como si el mal que puedan habernos hecho la víspera no hubiese tenido lugar. En la nueva vida que ha de ser la nuestra en el Reino del Padre, no nos ocupemos de la parte económica, porque el sustento ya nos vendrá de una manera natural.
En efecto, si contemplamos de nuevo el Árbol Cabalístico, el cual constituye un modelo de la organización Cósmica, vemos que las energías circulantes por la columna de la derecha reciben su salario material en los Sefirot de la izquierda, los cuales permiten a las energías existir en un envoltorio físico. De igual modo, la luz que se desprende de nosotros en nuestro trabajo humano recibirá el medio material que permitirá su continuidad.
Cuando trabajemos en nuestro crecimiento espiritual, no pensemos pues en términos de mercado ideando producir algo que se venda, que guste a la clientela. Nuestro trabajo debe consistir en dar lo mejor de nosotros mismos, aquello que corresponde a nuestra vocación, entendiendo como tal ese tipo de actividad por cuyo ejercicio pagaríamos gustosos en lugar de recibir un salario. En la nueva era, el trabajo humano ha de ser placentero, generador de placer, poniendo fin al mandato de Jehovah: «Trabajarás con el sudor de tu frente«.
La inquietud por el mañana, por el futuro, es propia de personas que viven todavía inmersas en los bajos niveles, en las zonas en que rige la fuerza de repulsión, porque en esas zonas nada permanece y solo mediante un esfuerzo sobrehumano se consigue día a día recrear la realidad de la víspera. Cuando ese bajo universo se abandona, el ser humano se instala en las, zonas de seguridad donde el mañana contiene los elementos materiales necesarios para asegurar el sustento de nuestras energías creadoras.
Para el ser que ha entrado en el Reino del Padre, el mañana trae la solución de su problema, porque cada problema está unido, como por un cordón umbilical, a su solución. Si no acertamos a encontrarla es porque no vivimos en la unidad, sino en el reino de lo múltiple, en el que todo tiene varias caras y el problema aparece desconectado de su solución.
En esa segunda parte de su sermón, Jesús enseña a sus apóstoles que las leyes del universo deben estar interiorizadas en ellos para que ellos puedan convertirse en instrumentos de su expresión natural. Si ellos mismos no son esas leyes, entonces todo resultará una ficción y una comedia y, ni la justicia corresponderá a la manifestación de un código interno, ni la limosna será un fruto natural de la persona, ni la plegaria corresponderá a una necesidad de diálogo con la transcendencia, ni la expresión de cualquier virtud será el derrame natural que se produce cuando la copa interna se llena, sino la representación ficticia, teatral, de algo que un día será, pero que aún no es.
Ser auténticos en nuestras manifestaciones, tal es la enseñanza que se desprende de esta parte del sermón, porque siendo auténticos, podremos descubrir nuestras imperfecciones. Imperfecciones que jamás encontraremos si las ocultamos bajo el manto de una ficticia perfección.
En el próximo capítulo hablaré de: no juzgar
Deja una respuesta
Lo siento, debes estar conectado para publicar un comentario.