Dejar de mirar abajo
Así pues, hay un momento en nuestro camino en que es preciso dejar de mirar lo de abajo, la organización social, el orden mundano, y elevar los ojos al cielo y, con los ojos todos los demás sentidos. Empieza entonces la contemplación del orden divino; ese mundo divino es como una criatura que acaba de nacer y, tal como hacemos con los bebés, tenemos que dirigirle la palabra y establecer relaciones. Todos los pediatras recomiendan que se le hable al bebé, aunque en un principio no sea capaz de respondernos. De igual modo debemos hablarle a este Padre que acaba de nacer en nuestro interior, aunque él no pueda manifestarse de una manera comprensible para nosotros. Debemos expresarle nuestra buena disposición hacia él, decirle que toda nuestra organización interna está a sus órdenes, a su mando.
Una entrega de este tipo, tan incondicional y amplia, solo puede efectuarse si este Padre que descubrimos es realmente el nuestro, el que nos ha generado con sus semillas. Si este Padre lo fuera también, colectivamente, de todo el vecindario, de toda la humanidad, ya mejor sería irse al templo, a un campo de fútbol habilitado para celebrar una misa colectiva y decirle a ese Padre de todos lo que tengamos que decirle, conjuntamente, con todos los demás, recitando la plegaria a la voz de mando del oficiante.
El Padre nuestro que está en el cielo, es conocido, en la terminología esotérica, con el nombre de Ego Superior. El Ego forma parte de los espíritus virginales que en el primer Día de la Creación, exteriorizó, diferenció de sí mismo el Padre Cósmico, el primer aspecto del Dios de nuestro sistema solar. Esos espíritus virginales, que eran iguales en un principio, fueron individualizándose a lo largo del proceso evolutivo, a medida que los vehículos mortales que ellos crearon fueron cosechando experiencias. Al final de los tiempos volverán a fundirse en la unidad, cuando las experiencias del mundo sean un bien común y todos los Egos estén penetrados de ellas.
Este Padre nuestro permanece en el cielo, en los tres mundos de arriba, en los que no tiene vehículo material, mientras nosotros estamos en los tres Mundos de abajo: el Físico, el de Deseos y el del Pensamiento. El Ego es auténticamente nuestro Padre por cuanto, al morir, le entregamos los átomos-gérmenes del cuerpo físico-vital, del cuerpo de deseos y del cuerpo mental, y es el ego quien, con esas semillas, genera los nuevos cuerpos que han de permitirnos volver a la vida y cosechar nuevas experiencias.
Una vez que el Ego nos ha vestido con esos cuerpos, nos identificamos con ellos y bajamos la vista, nos olvidamos de nuestro Padre hasta que, liberados de la rueda zodiacal, saciados de todo lo que puede enseñarnos el mundo, penetramos en las tierras del Ayn, volvemos la vista hacia el cielo y redescubrimos al Padre, al autor de nuestros días, y le decimos: «Padre, la hora ha venido. Glorifica a tu hijo para que, a su vez, tu hijo te glorifique«.
El término glorificar es vago, es impreciso, carece de una definición determinada. Estar en la gloria, vivir días de gloria, es estar en una felicidad exaltada, poco común; estar al margen de los deseos, de los apetitos, de cualquier querencia. Al pedirle a nuestro Padre glorificación, le pedimos que nos sitúe en ese estado de plenitud en el que el mundo ya no puede ejercer sobre nosotros presión alguna.
Cuando esto nos suceda, el Ego-Padre habrá conseguido que sus vehículos físicos sean sus perfectos instrumentos y que se refleje en ellos su voluntad tal como emana de su esencia, sin captaciones malévolas. Entonces, padre e hijo siendo uno solo, la gloria del uno será la gloria del otro.
En el próximo capítulo hablaré de: glorifica a tu hijo
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