Conseguir el cambio
La resurrección de Cristo en la totalidad de nuestra tierra humana puede conseguirse sin necesidad de que se produzca su muerte física tal como hemos visto al tratar del derrame de los ungüentos de María. Si la conciencia humana se impregna de la vida crística y es capaz de manifestarla de una forma total, se produce automáticamente un cambio en la composición química de los átomos del cuerpo físico y Cristo nace en ellos sin haber muerto.
Pero ese camino de María es el de los impacientes. Para la gran masa de los humanos, Cristo ha de derramar su sangre y, para poder hacerlo, es preciso que se encuentren activos en la persona todos los elementos que harían posible la pasión y muerte de Jesús.
Es decir, deben reunirse en nosotros los que han sido testigos del milagro de la resurrección de Lázaro, los que han oído hablar del prodigio, y los griegos, es decir, las tendencias que están más allá de la realidad crística. Esa reunión ha de suscitar la alarma de los fariseos internos, ya que si esa muerte violenta, con derramamiento de sangre, ha de producirse, es preciso que existan en nosotros los elementos que han de materializarla.
Si Cristo no encontrara antagonistas, no podría morir y su misión se retrasaría. El mundo en que vivimos, la organización de la sociedad, se encuentran ya en antagonismo con el reino anunciado por Cristo, de modo que no ha de ser difícil hallar en nosotros los medios que han de llevarlo a la crucifixión final.
“El que ama su vida, la perderá y el que odie su vida en ese mundo, la conservará en la vida eterna”. (Juan XII, 25).
Nos encontramos en el mundo de lo perecedero, establecidos en lo provisional, lo episódico. Ese mundo material es como un andamiaje desde el cual se construye el verdadero mundo, el de arriba, el que es imperecedero. Si depositamos nuestro amor en esa vida episódica, la vida se irá con el mundo que la transporta y los días se desarrollarán en esa angustia tan propia de la persona que lo cifra todo en lo terrenal.
En cambio, si “odiamos” ese mundo, si odiamos todo lo que es inestable, las sombras, la ignorancia, los falsos valores, nuestro amor estará en lo eterno. Amor y odio son los dos polos de un mismo eje y si nos identificamos con uno, es que no estamos en el otro.
El amor es la fuerza que une las cosas, lo que nos ata a ellas; el odio es el rechazo de las cosas. Si rechazamos la vida material, estaremos unidos a lo eterno. Si rechazamos lo eterno, estaremos unidos a lo material y a su destino perecedero.
Este odio al que se refería Jesús debe entenderse pues como un rechazo, no como un odio positivo y destructor, de los que se manifiestan en algunas pasiones y que llevan el alma a la destrucción de aquello que se odia. La voluntad, que es un atributo de Kether, no debe utilizarse jamás en las polaridades negativas; debe ser un arma al servicio de lo constructivo.
Basta que abandonemos lo tenebroso a su propia inercia para que automáticamente sea destruido, sin necesidad de convertirnos en agentes de esa destrucción.
Así pues, «odiar su vida en ese mundo» ha de significar desentendernos de su dinámica, dejar de centrar el interés en los procesos materiales, en los juicios mundanos. Entonces nos veremos invadidos por la vida eterna que lo sostiene y lo conserva todo, y dejaremos de encontrarnos en estado de necesidad para acceder al reino de la abundancia.
En el próximo capítulo hablaré de: servir a Cristo
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