Caiga su sangre sobre nosotros
“Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos, clamó la multitud cuando Pilato se lavó las manos, y al oír esto, soltó el bandido y les entregó a Jesús”.
Hay varias maneras de interpretar este pasaje. Podemos decir que cuando lo mejor de nosotros mismos muere, queda en libertad el bandido que llevamos dentro y que mantenemos prisionero, sin posibilidad de que actúe, mientras lo mejor de nuestra naturaleza está funcionando.
La personalidad antigua clama por la libertad del bandido porque este forma parte inseparable de su naturaleza. Lo establecido necesita del criminal que destruya de vez en cuando aquello que, por ley natural, está sometido al ciclo vida-muerte. Barrabás tiene que matar lo que no ha sido edificado de acuerdo con las leyes divinas; y destruir lo que ha prescrito, lo que ha llegado a su ineluctable final.
Lo establecido y el destructor forman siempre una pareja inseparable y en épocas de extrema corrupción, como la presente, la sociedad necesita que el criminal se encuentre libre y en disposiciones de actuar, porque él es su única fuente de justicia, entendiendo por justicia, como hemos explicado en un capítulo anterior, el que las cosas iniciadas lleguen a su justo término y su proceso natural no se interrumpa.
Esta es la razón por la que ahora los ladrones y asesinos no pasan mucho tiempo en la cárcel y encuentran leyes bondadosas que los dejan en libertad, porque son elementos de equilibrio en nuestra perturbada sociedad y los únicos que pueden concienciar de sus despropósitos a los alterados ciudadanos.
Por otra parte, reivindicar la sangre de Cristo para ellos y sus hijos equivale a pedir a gritos ese cambio que ha de situarlos en la otra orilla, en esa orilla que no podemos alcanzar poniendo en juego los mecanismos de la voluntad y que solo el amor de Dios, derramando su esencia en nosotros, nos permitirá tocar con las manos.
Lo superior que hay en nosotros no puede vivir separado de lo inferior. Ya hemos visto en los puntos anteriores que las dos fuerzas se alternan, al azar de las lunas y según los aspectos que forman en nuestra carta astral, y así, mientras las fuerzas crísticas triunfan en un mes, las de Jehovah se llevan la victoria en otro. Mientras ambas fuerzas actúen alternativamente, tan pronto seremos lo uno como lo otro y la única forma de fundir esas fuerzas es hacer que la una mate a la otra y que su sangre caiga sobre ella impregnándola.
Así lo establece la Ley de Jehovah, que Cristo vino a cumplir, y así vemos que cuando una persona da muerte a otra, en una próxima encarnación sus sangres y sus esencias se fundirán de modo que el agresor deberá probablemente dar la vida a su antigua víctima; será el recipiente en el que el Ego Superior del otro tomará los ingredientes necesarios a la nueva vida.
Al pedir los hombres la sangre de Cristo, se obligaban a resucitarlo en una próxima encarnación, de manera que la esencia crística buscaría los elementos para la formación de futuros cuerpos en la humanidad que le había dado muerte, y estaría así presente en los futuros cuerpos.
Matar a un hombre es la fórmula más eficaz de integrarlo a nuestra familia, puesto que es muy probable que el criminal sea la madre y el sacrificado, el hijo. No obstante, hay que tener en cuenta que esta es la fórmula más drástica, la que se emplea cuando todas las demás han fallado. La muerte de Cristo convierte a toda la humanidad en la Virgen María, la madre de Jesús, y ese nacimiento se produce en virtud de una necesidad cósmica, sin intervención de varón. Por lo tanto, si Cristo no puede nacer en nuestra naturaleza por obra de nuestra voluntad, nace por imposición cósmica, mediante el derramamiento de su sangre.
En el próximo capítulo hablaré de: Pilato se lavabas manos
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