Abominación y desolación
La desolación es otra señal de que el final está próximo. Podemos definir la desolación como una caída de los ideales, de las ilusiones; como ese estado en que la persona ya no tiene ante sí un horizonte hacia el cual dirigir el carro de su vida. Ya no hay tarea exaltante que realizar y la vida transcurre en una ordinaria rutina, hecha de gestos repetidos, tanto en el trabajo como en el placer. Entonces también los ejércitos acaban ocupando Jerusalén y organizando esa guerra que despertará a la persona y la sacará con fuerza de su aburrimiento. Todo ello son síntomas de un final de etapa, y también solemos encontrarlos en un final de vida.
Abominación y desolación aparecen al final de un periodo; aparecen cuando el ciclo que se cierra no ha aportado los frutos que cabía esperar de él, ya que la persona que ha vivido plenamente en sus distintas fases, no declina, sino al contrario, en su fruto aparecen las abundantes semillas anunciadoras de un nuevo esplendor.
Cuando estos síntomas de decadencia de una era se manifiestan, Jesús aconseja el abandono de las ciudades para subirse a la montaña, y los que ya están en lugar elevado -el tejado- que no se bajen de él para tomar objetos de la casa; ni tampoco se vuelvan atrás los que están en el campo. La salvación no está detrás, sino por delante. Ya hemos visto que la ciudad, con su perfecta organización, es la imagen de una mente rica y ordenada, en la que todas las cosas están en su sitio. Pero el ordenamiento, cualquier ordenamiento, debe ser transcendido, y la montaña, como también lo hemos visto, es el símbolo de esa elevación que ha de permitir al ser humano comunicar con la divinidad, como lo hizo Jesús en la montaña de la transfiguración y como le ocurrió a Moisés en el Sinaí.
Entre la ciudad y la montaña se extiende el campo. En el terreno simbólico, debemos considerar un campo, camino de la ciudad, y un campo, camino de la montaña, es decir, el que va hacia la organización psíquica y que su mente es aún un despoblado, y el que sale de esa organización, porque ha comprendido que la verdad está más allá de la relación lógica que ofrece la «vida ciudadana«.
Si Jesús aconseja a los que están en el campo que no vuelvan para tomar el abrigo, es que tienen sus casas en la ciudad y, por consiguiente, ya han estado en ella. Ante la inquietud, la zozobra ha de producir la señal interna con que se anuncia la nueva era, que no vuelvan estos a la seguridad de la vida ciudadana, que no se pongan ese “abrigo” confortable que significa tener una explicación para todas las cosas, lo cual produce el rechazo de lo inexplicable y, por consiguiente, la renuncia de la mente a ir más allá, para no tropezar precisamente con ese incómodo algo inexplicable que nos deja sin abrigo, sin seguridad interna.
Por último, en esta secuencia Jesús lanza un inquietante ¡Ay! sobre las mujeres embarazadas y las que amamantan. ¿Quiénes son nuestras mujeres embarazadas? Son las portadoras de las nuevas tendencias que nacen constantemente en nuestra naturaleza interna y que multiplican la riqueza de nuestra personalidad. Nuestro He interno está gestando constantemente nuevos propósitos, que nuestro Yod interno le inocula. Y esa fecundidad es un don divino que, por desgracia, no todos los seres poseen. Pero del mismo modo que a la mujer le sobreviene la menopausia y ya no puede gestar más hijos, también al acercarnos al final de una era debemos saber detener esa proliferación interna que durante tanto tiempo ha constituido nuestra gloria. Si al acercarnos a ese final todavía estamos gestando nuevas tendencias o nutriéndolas, la desgracia caerá sobre nosotros.
Desgracia, sí, porque mientras una parte de nosotros mismos, se encontrará en la fase final, muy cerca de la era mesiánica, otra parte estará poniendo en circulación nuevas vidas, que deberán tener en nosotros un desarrollo normal, y experimentaremos la incomodidad que representa tener un píe en el Reino y el otro en el mundo antiguo, alimentando bocas en una tierra que se extingue o condenando esos hijos a una matanza de inocentes semejante a la que promovió el rey Herodes.
Ya hemos visto que el Reino de Cristo se establecerá en el Quinto Día de la Creación, de modo que habrá un final de la presente Era que será objetivo y lo viviremos todos externamente. Pero antes de ese Quinto Día habrá una anticipación en la quinta ronda del Cuarto Día, en la que vamos a entrar, y en ella viviremos internamente lo que después será un acontecimiento social. Ese tránsito interno de la cuarta ronda del Cuarto Día, en la que ahora estamos, a la quinta ronda del Cuarto Día, exige de cada uno de nosotros el cese de nuestras aptitudes procreadoras. Nuestros impulsos expansivos, conquistadores del mundo exterior, deben detenerse; nuestro He debe volverse menopáusico y nuestro Yod debe abandonar sus funciones inseminadoras.
Cuando ese proceso interno haya tenido lugar en un número suficiente de personas, cuando se haya constituido una masa crítica de seres que pertenezcan a la nueva era, será entonces cuando se convertirá en una realidad social.
Cuando esto suceda, la materia física desaparecerá, porque ya no será necesaria la exteriorización de las cosas, su escenificación. Los ungüentos del alma humana se derramarán hacia arriba y las experiencias serán interiores y no exteriores. La vida se desarrollará en lo que hoy llamamos mundo etérico y actuaremos en nuestro cuerpo etérico o cuerpo vital.
En el próximo capítulo hablaré de: el tránsito en invierno
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